lunes, 22 de agosto de 2016

Réquiem por la palabra (y por la imagen)



La imagen nos está ahogando. Y la palabra nos está abandonando. Pensar, seleccionar, adecuar, pronunciar, dar significado, construir debería ser una secuencia lógica para un hablante. No lo es. No puede, no se puede. La palabra da trabajo; la imagen no pide nada, no necesita nada pero está muy sola.
Una imagen muestra una realidad parcial (la de la cámara y el momento y los personajes, enmarcada en un contexto)
Una imagen vende amor
                                      sexo
                                             ilusiones
                                                           felicidad
                                                                         esperanza
                                                                                        odio.
Una imagen moviliza a la opinión pública.
Una imagen informa
                                 desinforma.
Una imagen vende un candidato
                                                     o le cambia la fecha de vencimiento
                                                                                                              o lo vuelve la mejor opción
                                                     o lo destruye.
Una imagen transmite una emoción
                                                         o dos.
Una imagen miente.
Una imagen lastima.
Una imagen oculta.
Una imagen manipula.
Pero,
sin embargo,
empero,
está librada a la interpretación libre, subjetiva, parcial, incompleta, desinformada, nublada de quien la recibe. Una imagen está sola. Es como una persona desnuda, hermosa, pero no amada; la vemos completa pero no la entendemos, está tan desnuda, tan cruda que no provoca deseo.
La palabra, en cambio, contextualiza, enmarca, amplía la comprensión de una idea, profundiza, deja raíces.
Una no es mejor que la otra; son distintas. Tan distintas como la estabilidad y la duda, como la intuición y la seguridad. Deberían complementarse pero creo que están empezando a odiarse como un matrimonio que cada vez se soporta menos.
Es cruel lo que se hace con la imagen -y con la palabra-, se suelta como si fuera un globo inflado con helio y que el espectador se arregle. Se direcciona claramente para que quien la reciba crea que todo es espontáneo. Es muy cruel haber perdido la candidez en la recepción de la imagen; le hizo un daño irreparable a la forma de ver el mundo.
Pienso en los inocentes, los cándidos, los aún receptores honestos que creen que las publicaciones, las publicidades, los informativos, las transmisiones deportivas, los carteles políticos, las fotos de perritos en Facebook son semióticamente transparentes, que todo es como se representa y deseo con toda mi alma que los Comunity Managers se apiaden de ellos, que las redes -cada vez más artificiales y más pérfidas- se apiaden de ellos, que el futuro se apiade de ellos.
Pienso en ellos y escribo un réquiem por la palabra y en ella, por el pensamiento, por la interpretación, por el análisis, por el conocimiento, por la necesidad de formar personas críticas.
Pienso en ellos y en la imagen tan sola, cargada de significados múltiples, tan utilizada, armada hasta los dientes, contradictoria, soberbia en su trono de letras pisoteadas y deseo que tarde un poco más en ahogarnos, aplastarnos, volvernos unívocos, iguales y tristes.  Y pienso casi al borde de rendirme: "Tal vez, los que aún están en la escuela, tan vez mis alumnos, tal vez los que vengan... Tal vez..."

martes, 26 de enero de 2016

El rapto del tiempo y del cisne

¿Qué es el tiempo?, me pregunto, mucho más allá de una dimensión, ¿Qué es realmente el tiempo? En distintas etapas de mi vida he tenido distintas percepciones de él: a veces era un caracol que no avanzaba nunca, otras un relámpago cegador que no permitía ver nada. También hubo saltos temporales, vacíos, espacios que no puedo llenar y otros, recuerdos tan vívidos que desconozco si ocurrieron recientemente o hace mucho. 
Esa sensación de atemporalidad, de salto o de continuidad la reviví al leer El rapto del cisne de Elizabeth Kostova. No pude despegarme de esa narración. Tres días en que a duras penas pude alejarme del texto. Atada a él, mis ojos iban del siglo XIX al XX, de los pintores impresionistas a un cuarto pequeño en un centro de rehabilitación psiquiátrica. 
La novela va desarrollando un tempo narrativo completamente magnético alrededor de Robert Oliver, un pintor de habilidad inconmensurable que es detenido cuando quiere atacar un cuadro con una navaja. Desde allí, aparecen distintas voces, distintas historias que se entrecruzan intercaladas por segmentos epistolares, monólogos y reflexiones sobre el arte y fundamentalmente, la compleja psicología de los artistas, el mundo en el que viven -que definitivamente no es el nuestro-, las relaciones de pareja, dice Kostova:
"Las personas cuyos matrimonios no se han derrumbado, o cuyos cónyuges mueren en lugar de marcharse, no saben que los matrimonios que terminan raras veces tienen un único final. Los matrimonios son como ciertos libros, una historia en la que, al volver la última página, crees que se ha acabado, y luego hay un epílogo, y después de todo eso tiendes a seguir preguntándote acerca de los personajes o imaginándote que sus vidas continúan sin ti, querido lector. Hasta que no te olvidas de ese libro, estás atrapado tratando de resolver qué habrá sido de esos personajes una vez que los has cerrado"
Nuestra vida es nuestra propia historia, dolorosa de a ratos, alegre, infeliz o exultante. Capítulos que se suceden.
Luego, con mucha maestría, la autora nos sumerge en el mundo de la obsesión, de la imposibilidad de darle una razón a las cosas que hacemos, de no detenernos aunque sabemos que lo que está alrededor nuestro se derrumbará sin remedio y no queremos evitarlo.
Finalmente, el tiempo literal, el que transcurre sin detenerse, el que nos vence, el que gana siempre aparece para decir:

"El corazón no envejece, sólo la mente"

Y con ese pensamiento me quedé, arrullando a mi corazón que sabe que el tiempo de los cerezos en flor ya se fue  para siempre y solo queda esperar repitiendo como un mantra:  "el corazón no envejece, solo la mente; el corazón no envejece sólo..."






"

martes, 19 de enero de 2016

El hombre de los cabellos de luna

Cuando conocí a Don Luis Pastor y a su familia, escribí esto:
Conocí al hombre en cuyos cabellos se durmió la luna y también conocí a la hechicera del fuego, que al verla, se enamoró de ella y se escondió en su pecho para habitarla: mujer de pies descalzos y manos cálidas. Conocí, además, a la voz del viento entre las cañas que canta sus canciones con el corazón como guitarra. Ellos son los Pastor: Luis Pastor, Lourdes Guerra Mansito y Pedro Pastor Guerra. Y escribí:
Si la música viviera en algún lado sería bajo el techo de su casa. Si la palabra cambiara de vestido sería en la garganta de estos pastores de metáforas.
El hombre en cuyos cabellos se durmió la luna tiene los ojos de nube y la boca de clavel. Rojo clavel de la denuncia, solitario clavel de la nostalgia.
No hay tarde de sol ni noche oscura que no sea un milagro de la vida cuando hablan con sonidos sin palabras, acarician con acordes de guitarra y bailan con la inocencia dulce de las olas que viajan.
Canta, Guardián de la luna dormida que bajó a besarte y se quedó en tu pelo; canta, Hechicera del fuego que sigue hipnotizado en tu cintura; canta, Voz azul de viento que se mece en las cañas de tu cuerpo y nos besa en la frente cuando pasa. Porque mientras canten, Pastores de Ilusiones, las noches serán más limpias, la risa será más fuerte y no habrá lugar para las lágrimas.

Conocí al hombre en cuyos cabellos se durmió la luna. Yo misma, con los ojos brillantes de emociones, descubrí cuando pasaba: una sombra de eclipse la cubría y la luna del cielo descolgada, se mecía en la plata de su pelo, acurrucada por sus dulces nanas. Y me dije en un susurro leve y quedo con las pupilas eclipsadas: “conocí al Pastor de luna y cielo, a la Embelezadora de palabras, al niño dulce de la voz de nácar”.

domingo, 17 de enero de 2016

Viajando en el tren de las palabras

Las palabras tienen vida. No puedo encontrar otra explicación teniendo en cuenta el efecto que producen. Uno las piensa, las selecciona, las usa pero ellas se convierten en lo que quieren ser. Este milagro de significado y emociones es casi incomprensible e infinito.
Leí "El tren nocturno de la vía láctea" de Kenji Kayazawa. Y fui testigo directa de este hecho sobrenatural: las palabras cobraron vida y construyeron su propia realidad.
Viajé en un tren en el que, junto a Giovanni y Campanella, vivimos grandes acontecimientos, siempre desde la ambigüedad y una sensación de sutileza en la transmisión de imágenes como esta que muestran una serena belleza, una extrañeza poética: 
"-No es la luz de la luna. Brilla así porque es la Vía Láctea.
Mientras decía esto, Giovanni podía haber saltado de alegría. Zapateando y sacando la cabeza por la ventanilla, silbaba muy, muy alto la canción de las estrellas, estirándose cuan largo era para ver toda el agua de la Vía Láctea. Al principio no lo consiguió, pero, poco a poco, se dio cuenta de que, más clara que el cristal, más que el hidrógeno, fluía en silencio y en ella se formaban pequeñas olas que por momentos parecían una ilusión, centelleando violetas o de todos los colores del arco iris."
Recuerdo contemplar la Vía Láctea cuando era una niña en las noches de verano eternas que envolvían la casa de mi abuela entre la oscuridad nocturna que parecía que se tragaba todo, el sonido del arroyo y la suave brisa, tibia aún después de que se había muerto el sol. La contemplaba y me parecía que no existía algo más hermoso que ese polvo de diamantes olvidado en el cielo.
En el tren de Kayazawa a Giovanni le ocurre lo mismo. Pasa por varios estados de ánimo pero predomina la tristeza porque las manzanas pierden sus cáscaras en ceniza, porque el silencio se adueña de los pensamientos, porque no se sabe qué es qué y quién es quién,  porque lo acompañan personajes que están terminando un viaje diferente al de él. 
"-¿Me perdonará mi madre?- Dijo tartamudeando un poco Campanella en su precipitación. (...) Mientras decía esto, Campanella se esforzaba por contener las lágrimas. (...)
Inesperadamente, el interior del vagón se iluminó con una luz blanca. En el lecho de la Vía Láctea, que transcurría sin sonido ni forma, resplandeciente como si se hubiera sumado el brillo de los diamantes al del rocío caído en la hierba, se podía ver una isla rodeada de una aureola pálida. Sobre la suave cima se levantaba una magnífica cruz, tan blanca como si estuviera tallada en una nube helada del Polo Norte, rodeada de un halo dorado que giraba en silencio eterno."
Todos discurrimos por diferentes caminos, es cierto y todos viajamos de distintas formas a nuestro destino último. 
Mientras leía, pensaba que en cualquier momento se iba a cruzar el Ómnibus de Cortázar o el carro que llevó a Comala al hijo de Pedro Páramo o quizá a algún barco perdido de Horacio Quiroga. No me los encontré pero quizá, quién dice en otra relectura. Las palabras tienen vida propia, porque, al final, uno las piensa, las selecciona, las usa pero ellas se convierten en lo que quieren ser. 

martes, 12 de enero de 2016

Ay, Valentina; ay, Rita

Pocas cosas me conmueven: una pena. Tal vez se deba a que la coraza con la que la vida diaria nos viste es cada vez más resistente y solo algunas manifestaciones pueden permearla, en mi caso, lo logran la música y el teatro.
Fui al teatro. Fui a ver Casa Valentina en el teatro Picadilly, ( Corrientes al 1500 CABA) dirigida por José María Muscari (@muscarijoseok).
El texto es interesante; la adaptación, mejor; los personajes, esculpidos deliciosamente por actores que usan el alma como cincel.
La belleza inalcanzable de Diego Ramos, la capacidad de Fabián Vena para sostener un diálogo denso e intenso de una manera contundente, el oficio inapelable de Gustavo Garzón, la etérea presencia de Boy Olmi, la tímida frescura de Nicolás Scarpino, el tempo de comedia de Roly Serrano, la sabiduría en Pepe Novoa son ingredientes fundamentales para crear el pacto teatral entre espectador- obra. Pacto que nos arranca de la rutina y nos sumerge en otra realidad.
Elementos intertextuales; cambios de ritmo que se mueven casi en un tempo de video clip, de desfile de modas; un vestuario rutilante; música acorde, todo montado sobre la humana necesidad de ocultar, tapar, vestir y desvestir, no decir convirtieron a la obra en un acto artístico construido desde un acto teatral.
Es una obra de incomprensiones, de tragarse el dolor, lavarse la cara y seguir adelante como lo hace el personaje que más me conmovió, Rita; tan hermosamente compuesto por María Leal. ¿Quién otra podría combinar dolor y risa, angustia y ternura? Rita y su paradoja: comprender sin ser comprendida; amar como debe sin ser amada como espera, renunciar. Contemplar su vida y su dolor fue ver la otra cara de la entrega, la que se vuelve nada.  Entender lo no dicho fue saber que alguna vez en la vida nos toca volvernos de ceniza, dejar que el río fluya y verlo correr sin refrescarnos en sus aguas. Ver a Rita fue disimular una exclamación de tristeza. ¡Ay, Rita, Ay...!

jueves, 29 de enero de 2015

Tempus fugit


Hace tiempo que no entraba a escribir en este pobre blog en ruinas. Mucho tiempo. Pero el tiempo es así, a veces es un relámpago herido que escapa y otras es arena que discurre lentamente hasta llevarnos a la desesperación.
En este tiempo la reflexión, el silencio, las palabras de otros han sido mis compañeros, pero siempre a través de la búsqueda. Recorrí espacios buscando respuestas.
¿Por qué buscamos? Porque es la única manera de llegar a ser felices.
¿Por qué no nos conformamos con lo que tenemos? porque conformarse es morir.
¿Por qué no nos consolamos con el pasado? Porque nos regalaron el olvido.
¿Por qué  no quedarnos con lo seguro? Porque nos marchitaríamos como una flor en el desierto.
¿Por qué arriesgar lo que tenemos por lo que desconocemos? Porque vale la pena perder para ganar.
¿Por qué buscar en el suelo lo que habita en las estrellas? Porque el miedo nos ata a la tierra.
¿Por qué no amar a pesar de todo? Porque el "a pesar de todo" es una roca que lleva escrita la palabra NO.
Por supuesto que las mejores respuestas que encontré fueron las más dolorosas; sin embargo, no por ello, menos verdaderas. Descubrí que la composición del tiempo es de lágrimas y fuego y que es el único maestro que no se agota en su tarea, que sigue enseñándonos con su paciencia infinita de  demiurgo y escultor. Después de todo, es él el que crea los diamantes.

martes, 26 de agosto de 2014

Ramón, la pompa de jabón

La luna es un leit motiv en mi vida, en mi escritura y sobre todo, en los textos que me gusta leer. Me gusta leer sobre la luna, saborear su color y disfrutar de su sonido. Yo también creo, como Sabines, que se puede tomar a cucharadas; sin embargo, en esta oportunidad no nos la vamos a comer. Este texto nació de un juego con Enna Lucía, mi hija. Ella fue prácticamente la que creó la historia, yo solo le di forma.

Ramón, la pompa de jabón
"Ramón es una pompa de jabón y como toda burbuja debe cuidarse de los tenedores y de las espinas de las rosas del jardín.
Ramón solo desea una cosa: llegar a la luna.
Es que la ve tan redonda, tan brillante, tan burbuja…  que se enamoró de ella.
Todas las  noches, Ramón, la pompa de jabón, se sienta en la rama de un árbol. Y durante muchas horas contempla a Bruna, la luna. Y... todo se vuelve mágico.

A veces, Bruna no aparecía  por el cielo; era entonces cuando Ramón aprovechaba para crear un traje espacial que lo ayudara a ir a visitarla.
Luego de mucho trabajo, al fin, terminó su traje.  Se ajustó el cinturón en su redonda cintura, se calzó la escafandra y…. Nada… El traje era tan pesado que no pudo elevarse  ni un centímetro del suelo.
Esa noche lloró lágrimas redondas mientras dibujaba circulitos con el dedo gordo del pie en el suelo.

"Nunca estaré cerca de Bruna" pensó lleno de tristeza entre  lágrimas y suspiros que hacían volutas  antes de desaparecer.

En esas angustias estaba cuando miró al cielo y descubrió que Bruna, redonda y brillante se acercaba…
Se restregó los ojos para quitarse el espejismo de las pupilas pero vio lo mismo: ¡Bruna se acercaba! ¡Bruna se acercaba! Pero... ¿Dos Brunas? ¿Dos lunas?

Observó detenidamente, con el corazón girándole en el pecho y no...  Bruna seguía allá alta y lejana, brillante y hermosa. 
Y en el silencio  de la distancia, cuando deseaba más que nunca llegar hasta su amor circular, escuchó una voz:
-¡Hola, soy Maruja, la burbuja!-,  Dijo la pompa que surgió tan blanca y brillante como Bruna, pero cercana y dulce como una mañana de primavera. ¡Era a ella a quien había visto! Era tan hermosa… Una burbuja auténtica y tan junto a él… Si no le decía algo pronto iba a estallar de la emoción así que tomó valor y tartamudeó:

-Yo... Yo... Soy... Soy... Ramón, la Pompa de jabón,- dijo tratando de cerrar su boca abierta como una O mayúscula.

Fue entonces que Maruja le sonrió aún más y Ramón supo que el mundo no era nada sin ella y que todas las lunas de todas las noches perdían su belleza ante esos ojos redondos y casi transparentes.

Maruja, la burbuja y Ramón, la pompa de jabón se tomaron de la mano.


Y fue entonces que miles de corazones aburbujados, redondeados y leves como una pluma  flotaron hasta el cielo y se quedaron haciéndole compañía a Bruna, la luna, que sonreía feliz en su sillón de noche salpicado de estrellas…

domingo, 10 de agosto de 2014

Miserere, illi, Deus.

¿Por qué escribo? ¿Será un acto desesperado para ordenar mis ideas, un placer privado y vano, inocuo e inútil? No tengo ganas de pensar en eso. Solo escribo. ¿Vanidad? ¿Soberbia?

Más allá de escribir técnicamente bien o mal, la escritura me salva. Siempre lo hizo, desde mis poemas de adolescencia, que por fortuna se los comió el tiempo y los desapareció el destino.
Soy un ser inquieto. Me gusta el viaje, la ruta, el cambio, el desafío, el descubrimiento permanente. La escritura me permite viajar por mi propio cerebro. Se abren las autopistas de las ideas y me pierdo. Mucho de lo que escribo es descartado, olvidado o transformado.

Escribir salva. Leer salva. Pero a veces duele. Comprender más allá de las cosas es doloroso. No ser capaz de conformarse con lo que simplemente se ve... Querer ir detrás, ver el mecanismo, conocer los pormenores y pensar...  Escribir duele, entonces. Mucho.

Un escritor es el que se sobrepone al dolor permanente, el que vive en un círculo de dolor eterno. ¿Cómo va a comulgar con el mundo? No puede. No puede perdonar al mundo y describirlo: tiene que sufrirlo, padecerlo, llorarlo, cagarlo... Si no su esencia no sirve, su naturaleza no sirve, su escritura es un adorno snob.

Pobrecitos los escritores... Pobres, pobres; a las letras las escriben con sangre y con angustia.

Pobres. Dios y la noche se apiaden de sus almas.

miércoles, 16 de julio de 2014

El otro Cristóbal

¡La poesía tiene tantas formas! El que crea que la poesía solamente se construye con palabras está equivocado. Tal vez el disfrute total del fenómeno poético consista en saber descubrirlo en todo lo que nos rodea. Tristemente, vivimos en un mundo ausente de poesía, en una realidad prosaica, ordinaria...
El lenguaje poético -sea cual fuere- debería ser una opción válida, habitual. Todos deberíamos hacer valer nuestro derecho a contemplar la belleza.
Y en esta búsqueda de belleza y de poesía en lo cotidiano, me di de lleno, como si fuese un golpe de luz o de sonido, con un cantante que, hizo su versión de Mariposa de noviembre de Luis Pastor. Cantaba en la radio, sin música, sin nada más que su voz extraña, extrañísima, antigua, llena de matices y de silencios...
Desconocía  su nombre pero quedé en el estado en que la poesía conmueve alguna fibra interna de mi alma. Fue una catarata de belleza, más bello aún por inesperado.
Investigue. 
El cantor se llama Cristóbal Repetto.
Investigué.
Ya lo había escuchado antes en una canción de Lisandro Aristimuño.
Investigué.
Hace años que viene cantando con ese tinte de acero inoxidable en el que el tiempo juega un doble juego: rememorar la voz de antaño y brindarle una modernidad exótica a las melodías de siempre.
Investigué:
Me deslumbré.
Me enternecí.

Sonreí al destino porque ese día le había robado un poco de ordinariez a la nada cotidiana. Ese día, la belleza había triunfado de la mano de un Cristóbal que no es tan ilustre como el otro pero que también descubrió un mundo nuevo: un mundo en el que lo extraordinario toma forma de música y de poesía.


domingo, 29 de junio de 2014

Gracias, muchas gracias, Endara Crow






Estas son pinturas de uno de los tantos maravillosos artistas que posee el Ecuador. Son obras de Gonzalo Endara Crow y él es Endara Crow...
Desde que vi por primera vez su trabajo quedé impactada por los colores, por las ideas, por la belleza serena de cada lienzo en particular.
Me gustó tanto que escribí este cuento pensando en esas obras.

Gracias, Endara Crow
Por: Ivanna López Ampuero
El sonido del tren rompía el silencio del mediodía. Un hilo de humo casi imperceptible se escapaba de la máquina  y se perdía en los rectángulos verdes de los cerros. Se dirigía a una ciudad de montaña en donde las palabras suben y bajan como la geografía.
Ella venía de la costa, desde donde la tierra es cálida y el sol está atrapado por una inmensa red de nubes como si fuera una mariposa a la que se le prohíbe la libertad. Era una mujer de lejos. Miraba por la ventana y el paisaje se le antojaba imposible. Las casitas colgadas casi en el vacío eran el vivo espejo de un cuadro de Endara Crow y ella sonreía porque pensaba que en cualquier momento una manzana gigante los alcanzaría o un pez multicolor surcaría el cielo guiando al tren por entre las nubes.
Él venía de la alta montaña, desde donde la ciudad desaparece por un manto de niebla cada noche y la blancura total desdibuja los edificios. También viajaba en  tren. EL traqueteo se le antojaba una antigua canción de su infancia y sin darse cuenta casi, venía silbando bajito, mientras leía alguna historia de algún ruso que escribió algo sobre alguna mujer infiel.
El tren de ella se detuvo primero. El tren de él se detuvo cinco minutos después. Los andenes estaban atestados de gente, de comida, de ropa de todos los colores. El sol pendía del cielo como una joya casi traslúcida. El tiempo se detuvo. La mujer de lejos y el hombre de ojos profundos se encontraron.
Podría contar aquí que los ríos cambiaron sus cauces, que las montañas se deshicieron y se volvieron a formar en un instante, que los planetas se chocaron en una carrera enloquecida. No. No fue nada de eso.
Se reconocieron entre la multitud. Se vieron. Los trenes retornarían a su recorrido de acero y calor al día siguiente.
Fue una tarde de besos y palabras. Una tarde de música y silencios. El sol de la mañana los encontró en la misma cama, sin abrazarse pero habiendo bebido de la inmensidad de lo que nada se dice porque todo se sabe. Era simplemente la eternidad de las cosas efímeras.
La despedida se arrojó sobre ellos dulcemente. Ya no eran los mismos. Los trenes ronroneaban esperando la señal para deslizarse por los rieles que los devolverían a sus vidas. Cada uno regresaría a su lugar. El viaje terminaba. Un beso apenas acentuado en la comisura de los labios y el cielo infinitamente celeste.

El sonido del tren rompía el silencio del mediodía. Un hilo de humo casi imperceptible se escapaba de la máquina  y se perdía en los rectángulos verdes de los cerros. Ella sonreía porque en un recodo del camino le pareció ver la inmensa circunferencia de una manzana verde, gigante, como el más grande de los globos aerostáticos que descendía por la ladera del volcán. Cerró los ojos y recordó la tarde anterior. El tren ya comenzaba a ganar altura y las casas colgadas de los cerros se veían minúsculas entre los rectángulos verdes del paisaje que se quedaba en la tierra.

martes, 24 de junio de 2014

Cabezas y retornos

Hacía mucho tiempo que no escribía en este blog... No entiendo por qué. ¡Me gusta tanto escribir! Por eso hoy retomo sin analizar nada de nadie. Dejaré que mi voz narrativa tome el lugar. Entrego este cuento que escribí el año pasado luego de que un amigo me contara un suceso que para mí fue aterrador: un desconocido entró a su cuarto y lo miró dormir. Ese acontecimiento me impresionó tanto que tomó forma de cuento y aquí está: Hydra.
                                                             Hydra
 Autora: Ivanna López Ampuero
                                                                                                          Para Boris, que me prestó la cabeza

Me gustaba mirarlos dormir. Entraba sigiloso al cuarto y seleccionaba el lugar a partir del cual me convertiría en un espectador de primerísima mano. 
 El espectáculo se sucedía solo para mí. Alguna vez me hubiera gustado prorrumpir en un aplauso sostenido ante una frase completa dicha en sueños o una mueca que me encantaba develar – pero no desvelar-. ¿Sería una mueca de placer, de asco, de asombro? ¿Qué pasaría por el escenario de los sueños construidos en el subconsciente, en la cabeza del durmiente? ¿Qué colores vería?
Sin hacer ruido, conteniendo la respiración, con la mano cerca de la cintura por si era necesario recurrir a mi eudaimon protector, me gustaba inventarme la historia que se desplegaba detrás de los párpados cerrados. Me divertía mucho. A veces debía hacer esfuerzos casi sobrehumanos para dominar la carcajada ante lo que imaginaba estaba ocurriendo detrás del telón de las pestañas. Otras veces imitaba un aplauso y unía y alejaba las palmas hasta que casi se tocaban. Con qué placer creía que no iba a poder frenarlas a tiempo y el aplauso como el sonido de una bomba –o de un trueno o de una bolsa de plástico llena de aire que estalla- iba a reventar en la noche produciendo la catástrofe. Nunca ocurrió. Una pena. Hubiera sido excitante y definitivo. 
Llevaba un riguroso registro de todas las personas que había visitado –mentalmente, claro, tampoco soy idiota- y en las noches en que algún imprevisto: demasiada luz, el inevitable llanto de un bebé que se niega a continuar con su ritual de sueños, alarma inesperada; me impedía la completa dedicación a mi trabajo, me quedaba en mi cama, en mi cuarto, que tenía las ventanas tapiadas y una puerta de acceso pequeña con doble llave, cadena con candado y tranca de hierro, recordando cada una de mis visitas, cada cabeza dormida, cada río de baba abandonado en la almohada ensopada, cada ronquido. 
Esta vez, logré escabullirme a través de la ventana. Me resultó fácil porque nadie custodiaba la casa ni el barrio. Los guardianes, demasiado perezosos tal vez, estaban más dados al inestimable deporte de dormir en las posiciones más inverosímiles que se pueda concebir en una silla que en resguardar la paz nocturna de los contribuyentes. Deploraba mirar a esos durmientes porque no poseían la majestad de los que descansaban en una cama, en el silencio –o no- de un cuarto, respondiendo a la dignidad de las sábanas de colores. 
Es increíble lo que las sábanas y cobertores dicen de la gente: sus gustos, sus inconfesables costumbres, sus anhelos secretos. Observar a un hombre adulto, posiblemente juez o abogado prominente, dormir entre sábanas estampadas de osos me causaba desprecio y una rara satisfacción: había entrado en una esfera íntima y la había profanado. Luego, si lo veía en la televisión me reía histéricamente hasta que venía el vómito. 
El hombre dormía como un muerto. Seguramente estaba en su fase delta y, claramente, pasaría en los siguientes minutos a la fase REM. Me relajé. Yo era riguroso. No solo los veía dormir; estudiaba con fervor de asceta todo lo que giraba en torno del fascinante mundo de Morfeo. Las primeras canas brillaban en su sien. No podía ver más porque la cama estaba contra la pared y él dormía de cara a ella. Su cuerpo se hinchaba y desinflaba acompasadamente, imperceptiblemente. Solo un conocedor como yo podría notarlo.
 El cabello negro, corto pero alborotado se acomodaba en divertidas formas. Me dediqué un largo rato a analizar cómo se disponían en la cabeza. La piel de la media cara era tersa. Algunas arrugas minúsculas se adivinaban alrededor del uniojo cerrado que divisaba desde el lugar de privilegio en el que me encontraba
 La cuasiboca escondía una mueca indefinible que me recordaba débilmente a un semicírculo tronchado a la mitad. Sería porque desde mi posición no podía verla completamente o tal vez sería porque la otra mitad no existiera. Sonreí reprimiendo un hipido. Me causó gracia la ocurrencia. Sin embargo, una idea dolorosa comenzó a formarse en lo más profundo de mi cerebro… ¿Y si realmente le faltaba la otra mitad de la cabeza? 
 La almohada se veía tan mullida que parecía hubiera tragado la mitad invisible: una oreja, un ojo, una aleta de la nariz, media boca habían sido engullidos. ¿Y si en realidad no se la había tragado? ¿Si este durmiente fuera la mitad de un todo? ¿Una abominación de la naturaleza? ¿Un desperdicio de las voluntades de los hados? ¿Un capricho de Dios? 
 La idea me produjo una necesidad imperiosa de saber la verdad. Necesitaba verlo, intentar completar la parte de la figura que faltaba. 
Me acerqué casi hasta tocarlo con la punta de la nariz; nos separaban unos milímetros. Podía percibir su calor pero sin tocarlo. No pude verlo. Me desplacé hasta los pies de la cama, pero no podía ir más allá: la cama estaba embutida entre las paredes, el paso me era imposible. 
Volví a la cabecera con la necesidad física de voltearlo para verlo, quería sacudirlo, darlo vuelta violentamente para descubrir toda la monstruosidad de su media cabeza. 
 De repente, sin darme tiempo a nada, en un segundo que no pude prever se sentó y me miró con su uniojo durante una fracción de segundo. 
Mi mano fue más rápida, un brillo, un deslizar, la sangre comenzando a empapar las sábanas inmaculadamente blancas. 
Como siempre, si esto ocurría debía escapar. Como siempre, me volvió el aplomo. Volví a saltar por la ventana pero antes tomé todo lo que pudiera constituir el botín que el gordo del callejón sabría ubicar como si fuera un sacerdote terminando el ritual del sacrificio. 
 Desde abajo volví a mirar hacia la ventana. Me hubiera gustado estar en el momento del hallazgo pero, como siempre, ese era un corolario que no me estaba permitido. Una pena. No pude ver si tenía la otra mitad de la cabeza. Una pena. 
 Al menos, tenía algo nuevo para recordar, luego, con precisión de cirujano. Ese pensamiento me provocó una placentera sonrisa y me fui silbando calle abajo protegido por la luz dubitativa del amanecer.

martes, 29 de octubre de 2013

Arráncame las letras

Hace muchos años, más de diez, leí Arráncame la vida de Angeles Mastretta. No me gustó. Lo terminé por la tozudez de no dejar un libro por la mitad. Fue una experiencia incómoda: me fastidió el lenguaje, la historia mexicana se me cayó encima y me desbordó.

Por circunstancias de la vida, volví a leerlo hace unas semanas, bufando por tener que leer algo que sabía no me gustaba. Y me encantó. Fue una lectura-descubrimiento. Recordaba con plena claridad los hechos, efectivamente el lenguaje seguía tan duro como siempre, la historia de México continuaba allí  pero yo era otra. Yo, esta lectora no soy la lectora que fui hace diez años y entonces  el texto cobro otra dimensión y  connotó tantas cosas en mí que veo hacia atrás y no puedo comprender mi ceguera de entonces. Eso es lo maravilloso de la Literatura que toma forma, consistencia, significado en relación con el contexto del lector.

No hay lectores pasivos, no hay lectores que se nieguen a acercarse al fenómeno de las palabras develadas y los sentidos reconstruidos.

En Arráncame la vida, una narradora protagonista va describiendo lo que  vive, desde el momento en que la casan con un hombre más de quince años mayor hasta que enviuda. Sería una historia sencilla si ni fuera porque deja al descubierto todas las heridas femeninas, todos los miedos, la trascendencia de hechos insignificantes pero trascendentes para una mujer, las contradicciones, los sueños rotos, el resignarse a no sentir o a sentir:

Una tarde fui a ver a la gitana que vivía por el barrio de La Luz
y tenía fama de experta en amores. Había una fila de gente esperando
turno. Cuando por fin me tocó pasar, ella se sentó frente a mi y
me preguntó qué queda saber Le dije muy seria:
—Quiero sentir —se me quedó mirando, yo también la miré, era
una mujer gorda y suelta; por el escote de la blusa le salía la mitad
de unos pechos blancos, usaba pulseras de colores en los dos brazos
y unas arrancadas de oro que se columpiaban de sus oídos rozándole
las mejillas.
—Nadie viene aquí a eso —me dijo—. No sea que después tu
madre me quiera echar pleito.
—¿Usted tampoco siente? —pregunté.
Por toda respuesta empezó a desvestirse. En un segundo se desamarró
la falda, se quitó la blusa y quedó desnuda, porque no usaba
calzones ni fondos ni sostenes.
—Aquí tenemos una cosita —dijo metiéndose la mano entre las
piernas—. Con ésa se siente. Se llama el timbre y ha de tener otros
nombres. Cuando estés con alguien piensa que en ese lugar queda el
centro de tu cuerpo, que de ahí vienen las cosas buenas, piensa que
con eso piensas, oyes y miras; olvídate de que tienes cabeza y brazos,
ponte toda ahí. Vas a ver si no sientes.
Luego se vistió en otro segundo y me empujó a la puerta.

Su necesidad de sentir terminó con el aplastamiento de las ilusiones de un hombre que posee pero no  ama, que demanda pero no entrega, que exige pero no comprende.

El cambio, el paso de niña a mujer, el desarrollo de un mundo nuevo, el obligarse a cerrar la boca para no decir lo que se quiere gritar, el ir descubriendo el mundo exterior junto al mundo interior, aprendiendo sola,  en una suerte de viaje hacia lo profundo es lo que me cautivó esta vez.

Dicen los críticos que esta es literatura femenina… yo creo que es literatura profundamente humana aunque esté enunciada desde la perspectiva de una mujer, aunque el machismo, la violencia de género, la anulación del sexo femenino a través de su cosificación  o la vanalización de los sentimientos sea la brújula que nos guía en la clarificación de la trama.

Creo que es una novela de develamiento de lo humano, creo que es una lectura que merecía una segunda oportunidad, creo que las palabras, como siempre van encontrando ellas solas su lugar.

viernes, 25 de octubre de 2013

El poema hecho de dones

El pensamiento, algunas veces, es como una juego de cajas chinas: cada caja es una idea y a medida que se abre hay otra caja-idea adentro y otra y otra más. Me gusta el concepto de las caja-ideas porque tienen mucho de regalo y de misterio. Y así, las ideas se vuelven dones que nos ayudan a entender la vida que a veces no podemos abarcar.

Abrí una caja-idea hoy y pensé en el discurso literario. Como era un regalo me dediqué a observar este pensamiento para disfrutar de su belleza-complejidad. ¿Por qué necesitamos del discurso literario? Sencillo, porque la vida no basta. ¿Por qué necesitamos de la belleza en las palabras? Básico, porque el lenguaje cotidiano es insuficiente para poder abarcar todas las honduras del corazón. ¿Por qué creemos las historias que la Literatura nos regala? Porque la realidad duele y es incontrolable; daña y es impiadosa. ¿Por qué nos refugiamos en el arte en lugar de refugiarnos en la religión o en el deporte o en la contemplación de las vidas ajenas? Porque dentro del discurso literario hay espacio para eso y para el vivir.

Es que la vida duele y la Literatura duele aún más. La poesía rasguña el alma y se queda con trozos nuestros que se lleva como trofeos. Es ahí cuando tengo la sensación de que no leemos poesía: la poesía nos lee. Crece de nosotros, nace de nuestros girones de piel, se materializa desde nuestras lecturas. No. Definitivamente no leemos poesía.

Tal vez eso le pasaba a Lezama Lima. Tal vez era la poesía la que lo definía, lo que lo singularizaba y no era él el demiurgo que buscaba en un campo de palabras la que se distinguiera de las otras. Así, me imagino que maleó el discurso literario, el discurso poético para crear esto:

Esperar la ausencia

Estar en la noche
esperando una visita,
o no esperando nada
y ver cómo el sillón lentamente
va avanzando hasta alejarse de la lámpara.

Sentirse más adherido a la madera
mientras el movimiento del sillón
va inquietando los huesos escondidos,
como si quisiéramos que no fueran vistos
por aquellos que van a llegar.

Los cigarros van reemplazando
los ojos de los que no van a llegar.

Colocamos el pañuelo
sobre el cenicero para que no se vea
el fondo de su cristal,
los dientes de sus bordes,
los colores que imitan sus dedos
sacudiendo la ausencia y la presencia
en las entrañas que van a ser sopladas.

La visita o la nada
cubiertas por el pañuelo,
como el llegar de la lluvia
para oídos lejanos,
saltan del cenicero,
preparando la eternidad
de sus pisadas o se organizan
inclinándose sobre un montón de hojas
que chisporrotean sobre el jarrón
de la abuela,
huyendo del cenicero.

Todo se va, todo se aleja de su orden natural, todo escapa del puesto del lugar que le toca vivir en un mundo de ausencia: el sillón se escapa, el cenicero persigue todo lo que no es; quien debe llegar no llega,  quien se debe ir –la nada- no se va y al final todo vuelve a quedar en su sitio pero más solitario aún, más esquivo,  inasible como siempre.

La nada, la espera, la angustia fueron leídas por el poema que creció en Lezama Lima que se transformó en el instrumento que les dio forma, belleza, ficcionalidad. Luego, irrefutablemente, las convirtió en palabras que formaron un poema que nos regaló en una caja-idea.

jueves, 24 de octubre de 2013

Retorno a la palabra

He dejado de escribir por algún tiempo porque a veces las palabras deben acumularse todas para poder surgir en algo nuevo. ´

Y en eso estaba sin saberlo, llenándome de palabras para que estuvieran listas en las puntas de mis dedos para cuando las necesitara. Escribirlas es parirlas, es necesitarlas de alguna manera, verlas materializadas en signos gráficos, en evidencia tangible de que soy capaz de pensar, de entender el mundo que me rodea.

Quiero volver a escribir porque no soy la que era cuando empecé este blog. Soy otra. Cambiamos permanentemente, imperceptiblemente y de manera definitiva.

Debo haber escrito ya sobre Clarice Lispector, seguramente…. Debo haber escrito muchas veces sobre ella, sobre el mito, sobre la mujer, sobre la escritora.

Ahora he vuelto a leerla y otra vez la he descubierto: descubrí uno de sus personajes, el más chiquito, el más poquita cosa y el más complejo, quizá, el definitivo: Macabea. Siempre vuelvo a Macabea, siempre vuelvo a la Hora de la estrella.

Rodrigo, el narrador dice de ella:

(Ella me incomoda tanto que me quedé vacío. Estoy vacío de esta
muchacha. Y ella más me incomoda en cuanto menos me exige. Estoy con rabia. Una cólera de derrumbar vasos y platos y romper vidrios. ¿Cómo vengarme? O mejor, ¿cómo resarcirme? Ya sé: amando a mi perro que tiene más comida que la nordestina. ¿Por qué ella no reacciona? ¿No tiene un poco de nervios? No, ella es dulce y obediente.)

Un narrador que emite juicios de valor sobre el personaje que está descubriendo. Un narrador que juega a hacer de Dios y que juega a que no puede cambiar el destino definitivo del personaje, que nos hace creer que es impotente para quebrar destinos. Puede. Podría. No quiere.

El autor crea al narrador que cuenta la historia que introduce personajes que actúan ante nosotros, los fascinados lectores. La autora que inventa a un narrador hombre para que cuente la historia de una mujer que es parte suya, que es su doble pero que no se le parece en nada, que es su reflejo en una superficie opaca. De eso se trata, de trasvestir, cambiar, destruir el orden de las cosas.

Esa es la Literatura que nos propone Lispector: nada es lo que es y todo es mucho dolor. El dolor de crear y de no poder cambiar lo creado.

A veces nos pasa en la vida de la misma manera: somos autores de situaciones que nos causan dolor y que sin embargo no vamos a cambiar. Esa es Clarice la que entiende el material del que estamos hechos. Y esta soy yo… otra vez tratando de escribir.

lunes, 28 de enero de 2013

Imagínate tú rompiendo el silencio.

Y vuelvo del silencio y de la nada de la mano de un niño de la guerra, de un hombre-escribidor que vio a la muerte muchas veces a la cara. Vuelvo de la mano de José Hierro y me pongo a pensar solo un instante como una hoja a punto de desprenderse del árbol. Me imagino un instante lo que podría ser la vida, la otra, la que anhelo, la que está ahí esperándome aún:
Amanecer Imagínate tú... Imagínatelo tú por un momento. R. A. La estrella aún flotaba en las aguas. Río abajo, a la noche del mar, la llevó la corriente. Y de pronto la mágica música errante en la sombra se apagó, sin dolor, en el fresco silencio silvestre. Imagínate tú, piensa sólo un instante, piensa sólo un instante que el alma comienza a caerse. (Las hojas, el canto del agua que sólo tú escuchas: maravilloso silencio que pone en las tuyas su mano evidente.) Piensa sólo un instante que has roto los diques y flotas sin tiempo en la noche, que eres carne de sombra, recuerdo de sombra; que sombra tan sólo te envuelve. Piensa conmigo «¡tan bello era todo, tan nuestro era todo, tan vivo era todo, antes que todo se desvaneciese!» Imagínate tú que hace siglos que has muerto. No te preguntan las cosas, si pasas, quién eres. Procura un instante pensar que tus brazos no pesan. Son nada más que dos cañas, dos gotas de lluvia, dos humos calientes. (¡Tan bello era todo, tan nuestro era todo, tan vivo era todo!) Y cuando creas que todo ante ti perfecciona su muerte, abre los ojos: El trágico hachero saltaba los montes, llevaba una antorcha en la mano, incendiaba los bosques nacientes. El río volvía a mojar las orillas que dan a tu vida. El prodigio era tuyo y te hacías así vencedor de la muerte. De "Agenda" 1991
No quiero decir más, luego de tanto silencio. Vuelvo despacio, de a poco, llevo los diques rotos y la noche es mi mar en el que floto...Escribo poco porque estoy flotando en el viento, desprendida de un árbol... HAgo silencio entonces. Para poder hablar fuerte muy pronto.

domingo, 20 de mayo de 2012

La luz es una mujer y una hoja en el viento.

Marzo se me escurrió de entre los dedos, como el tiempo, como la arena, como el agua del río en la que no me bañaré dos veces. Pienso en marzo y pienso en la luz, en el otoño del sur que comienza, en las hojas que cambian de color y penden de los árboles como joyas olvidadas. La luz...

LA VISTA, EL TACTO

A Balthus

La luz sostiene —ingrávidos, reales—
el cerro blanco y las encinas negras,
el sendero que avanza,
el árbol que se queda;
la luz naciente busca su camino,
río titubeante que dibuja
sus dudas y las vuelve certidumbres,
río del alba sobre unos párpados cerrados;
la luz esculpe al viento en la cortina,
hace de cada hora un cuerpo vivo,
entra en el cuarto y se desliza,
descalza, sobre el filo del cuchillo;
la luz nace mujer en un espejo,
desnuda bajo diáfanos follajes
una mirada la encadena,
la desvanece un parpadeo;
la luz palpa los frutos y palpa lo invisible,
cántaro donde beben claridades los ojos,
llama cortada en flor y vela en vela
donde la mariposa de alas negras se quema:
la luz abre los pliegues de la sábana
y los repliegues de la pubescencia,
arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras
trepan los muros, yedra deseosa;
la luz no absuelve ni condena,
no es justa ni es injusta,
la luz con manos invisibles alza
los edificios de la simetría;
la luz se va por un pasaje de reflejos
y regresa a sí misma:
es una mano que se inventa,
un ojo que se mira en sus inventos.
La luz es tiempo que se piensa.

En este poema, Octavio Paz, describe con la exactitud de un hacedor de imágenes,  todos los estados de la luz.

Comienza con un juego de contrastes igual que  juega la luz  con las cosas la luz sostiene el cerro blanco y las encinas negras…  el sendero que avanza y el árbol que se queda… Luego, como pasa con el amanecer, la luz cobra vida, cuerpo, forma, existe, es: la luz naciente busca su camino, dibuja dudas, esculpe, entra, se desliza descalza y se vuelve mujer. Mujer con sus caprichos, con su suavidad, con su ternura. Mujer con sus contradicciones y su delicadeza. Mujer con su sensualidad: la luz abre los pliegues de la sábana, se vuelve lasciva y se vuelve pasión para subir hasta estar más allá de sí misma la luz no absuelve ni condena y finalmente, replegarse, volver a su esencia, tratar de entenderse, tornarse reflexiva.

La luz se vuelve tiempo y se vuelve abstracción, fue río y es interior, fue mujer y es idea, fue escultora y fue reflejo para terminar en pensamiento, en idea, en concepto. Nace del concepto y vuelve a él pero en su derrotero deja a su paso lo efímero y lo eterno, la vanidad con que se cree diosa y el ínfimo  instante en que se cree mujer. Ilumina, inunda, completa y se desnuda.

Cambiante, agazapada, viva, diáfana para Paz la luz es mujer, para mí es otoño en Buenos Aires.

martes, 21 de febrero de 2012

De pájaros y de jaulas.

 

Adoro Japón. Confieso. Lo adoro por lejano, por mítico, por diferente, porque está ligado a mis amigos de la infancia. Adoro Japón. Amé la película PERDIDOS EN TOKIO, amo a Murakami [aunque cada día está menos japonés], amo a Rashomón, a Volto Crank, al té y todas las cosas armables y desarmables, agradables y achicables que producen. Cuando llegó SEDA de Alessandro Baricco a mis manos, la amé y amé a Alessandro Baricco por extensión.

He leído y releído esa novela muchas veces. También leí sus críticas, no siempre positivas. No me importa. La Literatura es eso, provoca, duele, gusta, asquea, motiva, deprime….

De entre todos los signos de la novela, -que son muchos con infinitas interpretaciones-, me gustó el de los pájaros. Siempre han tenido el valor simbólico de libertad, de independencia, de paz, de mensajeros o de seres conectados con el futuro y la adivinación. En esta novela, Baricco, les otorga otra matiz simbólico, muy interesante. En el capítulo veintidós dice:

22.

EN LA MAÑANA del último día, Hervé Joncour salió de su casa y se puso a vagabundear por el pueblo. Encontraba hombres que se inclinaban a su paso y mujeres que, bajando la mirada, le sonreían. Entendió que había llegado a la morada de Hara Kei cuando vio una enorme jaula que custodiaba un número increíble de pájaros de todo tipo: un espectáculo. Hara Kei le había contado que los había hecho traer de todas partes del mundo. Había algunos más costosos que toda la seda que Lavilledieu podía producir en un año. Hervé Joncour se detuvo a mirar aquella magnifica locura. Recordó haber leído en un libro que los hombres orientales, para honrar la fidelidad de sus amantes, no acostumbraban regalarles joyas: sino pájaros refinados y bellísimos.

Hara Kei es un traficante japonés, poderoso, francoparlante. Su palabra es la ley. Joncour un comprador de huevos de gusanos de seda. El japonés, entre sus posesiones más exóticas, guarda a una mujer de rasgos no orientales. Hervé, de pasiones moderadas, la desea como no ha deseado nada nunca. Y entre ellos, una maravillosa jaula de pájaros hermosos. La analogía con la mujer es directa, absoluta, indiscutible. El dueño de los pájaros es el dueño de la mujer que está tan enjaulada como ellos. Los pájaros son el símbolo vivo de la fidelidad. Son una magnífica locura: la fidelidad encarnada en la falta de libertad, en el encadenamiento. Fidelidad entre barrotes, fidelidad que se admira; bella pero mutilada. FIdelidad a la fuerza.

Luego de esta introducción de fidelidad-pájaro-símbolo-poder-deseo, diez breves capítulos más adelante,dice :

32.

LO LLEVARON a una de las últimas casas del pueblo, a espaldas del bosque. Cinco servidores lo esperaban. Les entregó el equipaje y salió a la terraza. En el extremo opuesto del pueblo se vislumbraba el palacio de Hara Kei, apenas un poco más grande que las otras casas, pero circundado por enormes cedros que defendían su soledad. Hervé Joncour se quedó observándolo, como si no hubiera nada más de allí hasta el horizonte. Así vio,

por último,

de improviso,

el cielo sobre el palacio mancharse con el vuelo de cientos de pájaros, como expulsados fuera de la tierra, pájaros de todo tipo, estupefactos, huir por todas partes, enloquecidos, cantando y gritando, pirotécnica explosión de alas y nube de colores disparada en la luz, y de sonidos, asustados, música en fuga, volando en el cielo.

Hervé Joncour sonrió.

33.

EL PUEBLO comenzó a bullir como un hormiguero, enloquecido: todos corrían y gritaban, miraban hacia arriba y seguían aquellos pájaros fugados, por años orgullo de su Señor y ahora burla voladora en el cielo. Hervé Joncour salió de su casa bajó por él

pueblo, caminando con lentitud y mirando frente a él con una calma infinita. Nadie parecía verlo, y él no parecía ver nada. Era un hilo de oro que corría derecho en la trama de un tapete tejido por un loco. Superó el puente sobre el río, descendió hasta los grandes cedros, entró en su sombra y salió. Frente a él vio la enorme jaula, con las puertas abiertas de par en par, completamente vacía. Y delante de ella, a una mujer. Hervé Joncour no miró en torno, simplemente volvió a caminar, lento, y sólo se detuvo cuando llegó frente a ella.

Súbitamente, los pájaros emprendieron el vuelo, fue luego de que Hervé desobedeciera y volviera, contra toda lógica para verla otra vez. Fue cuando en su cabeza solo repetía la voz de la prostituta de lujo que leyó la nota que la mujer-felina-pájaro le diera: Vuelve o moriré. Y Hervé volvió y los pájaros volaron.

Lo que pasó o no con la mujer ya no interesa en este punto. Interesa la fuerza dramática del fragmento, interesa la gradación de palabras que utiliza para mostrar la afrenta: pirotécnica explosión de alas – nube de colores – música en fuga – pájaros fugados – burla voladora  y agrego: triunfo de la libertad. Aquí, los pájaros vuelven a adquirir su sentido cotidiano, el de la libertad, el del cielo infinito, el despegar. En contraposición con la locura de los pájaros que libres no saben dónde ir, Joncour camina lento, calmadamente, arriesgándolo todo. No piensa. Camina.

La jaula se abrió, al fin, pero quedó vacía. Podría ser un anticipo de lo que sigue luego. Solemos pagar precios así para obtener lo que deseamos. A veces decidir implica pérdida. A veces la libertad, se paga con soledad. Será el lado de la moneda que se quiera mirar. Por ahora, cierro los ojos y veo una vez más, por último y de improviso, mancharse el cielo con el vuelo de miles de maravillosos pájaros gloriosamente infieles y gloriosamente libres.

viernes, 27 de enero de 2012

Itaca, cuando te nombro, me viene a la memoria…

Vuelvo, siempre vuelvo a las palabras y algunos lugares que me llenan el corazón. Vuelvo para resignificarme desde otro lugar, desde otra percepción, desde otro momento. Vuelvo con alas abiertas y el corazón temblando. Y recuerdo a Kavafis, el hermoso Kavafis, el delicado Kavafis:

ÍTACA.

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca

debes rogar que el viaje sea largo,

lleno de peripecias, lleno de experiencias.

No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,

ni la cólera del airado Posidón.

Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta

si tu pensamiento es elevado, si una exquisita

emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.

Los lestrigones y los cíclopes

y el feroz Posidón no podrán encontrarte

si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,

si tu alma no los conjura ante ti.

Debes rogar que el viaje sea largo,

que sean muchos los días de verano;

que te vean arribar con gozo, alegremente,

a puertos que tú antes ignorabas.

Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,

y comprar unas bellas mercancías:

madreperlas, coral, ébano, y ámbar,

y perfumes placenteros de mil clases.

Acude a muchas ciudades del Egipto

para aprender, y aprender de quienes saben.

Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:

llegar allí, he aquí tu destino.

Mas no hagas con prisas tu camino;

mejor será que dure muchos años,

y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,

rico de cuanto habrás ganado en el camino.

No has de esperar que Ítaca te enriquezca:

Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.

Sin ellas, jamás habrías partido;

mas no tiene otra cosa que ofrecerte.

Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.

Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,

sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.

Nuestra vida entera es el retorno a Itaca. Soñamos con los caminos verdes de nuestra infancia, con el olor de la casa paterna, con los sonidos comunes. Volvemos en sueños, volvemos en deseos, con el corazón en un puño. Vamos viviendo y dejando atrás sucesivas Itacas todas ellas con contornos distintos y ya no tenemos una para volver: tenemos tantas como lugares amados, como corazones.

Kavafis habla de los seres mitológicos con los que tuvo que batallar el divino Odiseo para volver a su tierra. Cuando se está de vuelta esos monstruos ya no existen, si los hemos eliminado de nosotros mismos. Llevamos muchos seres pavorosos dentro de nuestro corazón y a veces, salen todos, en tropel y pensamos que nos enfrentamos a ellos cuando en realidad son parte de nosotros mismos. Son los monstruos que proyectamos.

A veces, el camino es lento y dudoso… No sabemos hacia dónde vamos, la brújula no funciona e Itaca se nos va desdibujando. Yo prefiero el camino lento pero con aprendizajes, con detenimientos, con momentos de gloria fruto de la simplicidad de las cosas y de los pensamientos.

Volveré a Itaca, a mis Itacas personales, a mis Itacas inventadas. Volveré luego de emborracharme de más amaneceres, de más palabras, de más perdón, de más amor. Volveré a Itaca y mi viaje, no habrá sido en vano.

viernes, 6 de enero de 2012

- ¿Sabes una cosa? la noche está llena de campanas. Sí, de campanas que repican desde la distancia y que llevan escondidos entre sus sonidos aromas de recuerdos que traen los pies descalzos.