Estas son pinturas de uno de los tantos maravillosos artistas que posee el Ecuador. Son obras de Gonzalo Endara Crow y él es Endara Crow...
Desde que vi por primera vez su trabajo quedé impactada por los colores, por las ideas, por la belleza serena de cada lienzo en particular.
Me gustó tanto que escribí este cuento pensando en esas obras.
Gracias, Endara
Crow
Por: Ivanna López Ampuero
El sonido del tren rompía el
silencio del mediodía. Un hilo de humo casi imperceptible se escapaba de la
máquina y se perdía en los rectángulos
verdes de los cerros. Se dirigía a una ciudad de montaña en donde las palabras
suben y bajan como la geografía.
Ella venía de la costa, desde
donde la tierra es cálida y el sol está atrapado por una inmensa red de nubes
como si fuera una mariposa a la que se le prohíbe la libertad. Era una mujer de
lejos. Miraba por la ventana y el paisaje se le antojaba imposible. Las casitas
colgadas casi en el vacío eran el vivo espejo de un cuadro de Endara Crow y
ella sonreía porque pensaba que en cualquier momento una manzana gigante los
alcanzaría o un pez multicolor surcaría el cielo guiando al tren por entre las
nubes.
Él venía de la alta montaña,
desde donde la ciudad desaparece por un manto de niebla cada noche y la
blancura total desdibuja los edificios. También viajaba en tren. EL traqueteo se le antojaba una antigua
canción de su infancia y sin darse cuenta casi, venía silbando bajito, mientras
leía alguna historia de algún ruso que escribió algo sobre alguna mujer infiel.
El tren de ella se detuvo
primero. El tren de él se detuvo cinco minutos después. Los andenes estaban
atestados de gente, de comida, de ropa de todos los colores. El sol pendía del
cielo como una joya casi traslúcida. El tiempo se detuvo. La mujer de lejos y el
hombre de ojos profundos se encontraron.
Podría contar aquí que los ríos
cambiaron sus cauces, que las montañas se deshicieron y se volvieron a formar
en un instante, que los planetas se chocaron en una carrera enloquecida. No. No
fue nada de eso.
Se reconocieron entre la
multitud. Se vieron. Los trenes retornarían a su recorrido de acero y calor al
día siguiente.
Fue una tarde de besos y
palabras. Una tarde de música y silencios. El sol de la mañana los encontró en
la misma cama, sin abrazarse pero habiendo bebido de la inmensidad de lo que
nada se dice porque todo se sabe. Era simplemente la eternidad de las cosas
efímeras.
La despedida se arrojó sobre
ellos dulcemente. Ya no eran los mismos. Los trenes ronroneaban esperando la
señal para deslizarse por los rieles que los devolverían a sus vidas. Cada uno
regresaría a su lugar. El viaje terminaba. Un beso apenas acentuado en la
comisura de los labios y el cielo infinitamente celeste.
El sonido del tren rompía el
silencio del mediodía. Un hilo de humo casi imperceptible se escapaba de la
máquina y se perdía en los rectángulos
verdes de los cerros. Ella sonreía porque en un recodo del camino le pareció
ver la inmensa circunferencia de una manzana verde, gigante, como el más grande
de los globos aerostáticos que descendía por la ladera del volcán. Cerró los
ojos y recordó la tarde anterior. El tren ya comenzaba a ganar altura y las
casas colgadas de los cerros se veían minúsculas entre los rectángulos verdes
del paisaje que se quedaba en la tierra.
muy intersante ;) muy buen ensayo
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