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domingo, 29 de junio de 2014

Gracias, muchas gracias, Endara Crow






Estas son pinturas de uno de los tantos maravillosos artistas que posee el Ecuador. Son obras de Gonzalo Endara Crow y él es Endara Crow...
Desde que vi por primera vez su trabajo quedé impactada por los colores, por las ideas, por la belleza serena de cada lienzo en particular.
Me gustó tanto que escribí este cuento pensando en esas obras.

Gracias, Endara Crow
Por: Ivanna López Ampuero
El sonido del tren rompía el silencio del mediodía. Un hilo de humo casi imperceptible se escapaba de la máquina  y se perdía en los rectángulos verdes de los cerros. Se dirigía a una ciudad de montaña en donde las palabras suben y bajan como la geografía.
Ella venía de la costa, desde donde la tierra es cálida y el sol está atrapado por una inmensa red de nubes como si fuera una mariposa a la que se le prohíbe la libertad. Era una mujer de lejos. Miraba por la ventana y el paisaje se le antojaba imposible. Las casitas colgadas casi en el vacío eran el vivo espejo de un cuadro de Endara Crow y ella sonreía porque pensaba que en cualquier momento una manzana gigante los alcanzaría o un pez multicolor surcaría el cielo guiando al tren por entre las nubes.
Él venía de la alta montaña, desde donde la ciudad desaparece por un manto de niebla cada noche y la blancura total desdibuja los edificios. También viajaba en  tren. EL traqueteo se le antojaba una antigua canción de su infancia y sin darse cuenta casi, venía silbando bajito, mientras leía alguna historia de algún ruso que escribió algo sobre alguna mujer infiel.
El tren de ella se detuvo primero. El tren de él se detuvo cinco minutos después. Los andenes estaban atestados de gente, de comida, de ropa de todos los colores. El sol pendía del cielo como una joya casi traslúcida. El tiempo se detuvo. La mujer de lejos y el hombre de ojos profundos se encontraron.
Podría contar aquí que los ríos cambiaron sus cauces, que las montañas se deshicieron y se volvieron a formar en un instante, que los planetas se chocaron en una carrera enloquecida. No. No fue nada de eso.
Se reconocieron entre la multitud. Se vieron. Los trenes retornarían a su recorrido de acero y calor al día siguiente.
Fue una tarde de besos y palabras. Una tarde de música y silencios. El sol de la mañana los encontró en la misma cama, sin abrazarse pero habiendo bebido de la inmensidad de lo que nada se dice porque todo se sabe. Era simplemente la eternidad de las cosas efímeras.
La despedida se arrojó sobre ellos dulcemente. Ya no eran los mismos. Los trenes ronroneaban esperando la señal para deslizarse por los rieles que los devolverían a sus vidas. Cada uno regresaría a su lugar. El viaje terminaba. Un beso apenas acentuado en la comisura de los labios y el cielo infinitamente celeste.

El sonido del tren rompía el silencio del mediodía. Un hilo de humo casi imperceptible se escapaba de la máquina  y se perdía en los rectángulos verdes de los cerros. Ella sonreía porque en un recodo del camino le pareció ver la inmensa circunferencia de una manzana verde, gigante, como el más grande de los globos aerostáticos que descendía por la ladera del volcán. Cerró los ojos y recordó la tarde anterior. El tren ya comenzaba a ganar altura y las casas colgadas de los cerros se veían minúsculas entre los rectángulos verdes del paisaje que se quedaba en la tierra.