Hacía mucho tiempo que no escribía en este blog... No entiendo por qué. ¡Me gusta tanto escribir! Por eso hoy retomo sin analizar nada de nadie. Dejaré que mi voz narrativa tome el lugar. Entrego este cuento que escribí el año pasado luego de que un amigo me contara un suceso que para mí fue aterrador: un desconocido entró a su cuarto y lo miró dormir.
Ese acontecimiento me impresionó tanto que tomó forma de cuento y aquí está: Hydra.
Hydra
Autora: Ivanna López Ampuero
Para Boris, que me prestó la cabeza
Me gustaba mirarlos dormir. Entraba sigiloso al cuarto y seleccionaba el lugar a partir del cual me
convertiría en un espectador de primerísima mano.
El espectáculo se sucedía solo para mí. Alguna vez me hubiera gustado prorrumpir en un aplauso sostenido ante una frase completa dicha en sueños o una mueca que me encantaba develar – pero no desvelar-. ¿Sería una mueca de placer, de asco, de asombro? ¿Qué pasaría por el escenario de los sueños construidos en el subconsciente, en la cabeza del durmiente? ¿Qué colores vería?
Sin hacer ruido, conteniendo la respiración, con la mano cerca de la cintura por si era necesario recurrir a mi eudaimon protector, me gustaba inventarme la historia que se desplegaba detrás de los párpados cerrados. Me divertía mucho. A veces debía hacer esfuerzos casi sobrehumanos para dominar la carcajada ante lo que imaginaba estaba ocurriendo detrás del telón de las pestañas.
Otras veces imitaba un aplauso y unía y alejaba las palmas hasta que casi se tocaban. Con qué placer creía que no iba a poder frenarlas a tiempo y el aplauso como el sonido de una bomba –o de un trueno o de una bolsa de plástico llena de aire que estalla- iba a reventar en la noche produciendo la catástrofe. Nunca ocurrió. Una pena. Hubiera sido excitante y definitivo.
Llevaba un riguroso registro de todas las personas que había visitado –mentalmente, claro, tampoco soy idiota- y en las noches en que algún imprevisto: demasiada luz, el inevitable llanto de un bebé que se niega a continuar con su ritual de sueños, alarma inesperada; me impedía la completa dedicación a mi trabajo, me quedaba en mi cama, en mi cuarto, que tenía las ventanas tapiadas y una puerta de acceso pequeña con doble llave, cadena con candado y tranca de hierro, recordando cada una de mis visitas, cada cabeza dormida, cada río de baba abandonado en la almohada ensopada, cada ronquido.
Esta vez, logré escabullirme a través de la ventana. Me resultó fácil porque nadie custodiaba la casa ni el barrio. Los guardianes, demasiado perezosos tal vez, estaban más dados al inestimable deporte de dormir en las posiciones más inverosímiles que se pueda concebir en una silla que en resguardar la paz nocturna de los contribuyentes. Deploraba mirar a esos durmientes porque no poseían la majestad de los que descansaban en una cama, en el silencio –o no- de un cuarto, respondiendo a la dignidad de las sábanas de colores.
Es increíble lo que las sábanas y cobertores dicen de la gente: sus gustos, sus inconfesables costumbres, sus anhelos secretos. Observar a un hombre adulto, posiblemente juez o abogado prominente, dormir entre sábanas estampadas de osos me causaba desprecio y una rara satisfacción: había entrado en una esfera íntima y la había profanado. Luego, si lo veía en la televisión me reía histéricamente hasta que venía el vómito.
El hombre dormía como un muerto. Seguramente estaba en su fase delta y, claramente, pasaría en los siguientes minutos a la fase REM. Me relajé. Yo era riguroso. No solo los veía dormir; estudiaba con fervor de asceta todo lo que giraba en torno del fascinante mundo de Morfeo.
Las primeras canas brillaban en su sien. No podía ver más porque la cama estaba contra la pared y él dormía de cara a ella. Su cuerpo se hinchaba y desinflaba acompasadamente, imperceptiblemente. Solo un conocedor como yo podría notarlo.
El cabello negro, corto pero alborotado se acomodaba en divertidas formas. Me dediqué un largo rato a analizar cómo se disponían en la cabeza. La piel de la media cara era tersa. Algunas arrugas minúsculas se adivinaban alrededor del uniojo cerrado que divisaba desde el lugar de privilegio en el que me encontraba
La cuasiboca escondía una mueca indefinible que me recordaba débilmente a un semicírculo tronchado a la mitad. Sería porque desde mi posición no podía verla completamente o tal vez sería porque la otra mitad no existiera. Sonreí reprimiendo un hipido. Me causó gracia la ocurrencia. Sin embargo, una idea dolorosa comenzó a formarse en lo más profundo de mi cerebro… ¿Y si realmente le faltaba la otra mitad de la cabeza?
La almohada se veía tan mullida que parecía hubiera tragado la mitad invisible: una oreja, un ojo, una aleta de la nariz, media boca habían sido engullidos. ¿Y si en realidad no se la había tragado? ¿Si este durmiente fuera la mitad de un todo? ¿Una abominación de la naturaleza? ¿Un desperdicio de las voluntades de los hados? ¿Un capricho de Dios?
La idea me produjo una necesidad imperiosa de saber la verdad. Necesitaba verlo, intentar completar la parte de la figura que faltaba.
Me acerqué casi hasta tocarlo con la punta de la nariz; nos separaban unos milímetros. Podía percibir su calor pero sin tocarlo. No pude verlo. Me desplacé hasta los pies de la cama, pero no podía ir más allá: la cama estaba embutida entre las paredes, el paso me era imposible.
Volví a la cabecera con la necesidad física de voltearlo para verlo, quería sacudirlo, darlo vuelta violentamente para descubrir toda la monstruosidad de su media cabeza.
De repente, sin darme tiempo a nada, en un segundo que no pude prever se sentó y me miró con su uniojo durante una fracción de segundo.
Mi mano fue más rápida, un brillo, un deslizar, la sangre comenzando a empapar las sábanas inmaculadamente blancas.
Como siempre, si esto ocurría debía escapar. Como siempre, me volvió el aplomo. Volví a saltar por la ventana pero antes tomé todo lo que pudiera constituir el botín que el gordo del callejón sabría ubicar como si fuera un sacerdote terminando el ritual del sacrificio.
Desde abajo volví a mirar hacia la ventana. Me hubiera gustado estar en el momento del hallazgo pero, como siempre, ese era un corolario que no me estaba permitido. Una pena. No pude ver si tenía la otra mitad de la cabeza. Una pena.
Al menos, tenía algo nuevo para recordar, luego, con precisión de cirujano. Ese pensamiento me provocó una placentera sonrisa y me fui silbando calle abajo protegido por la luz dubitativa del amanecer.