viernes, 15 de octubre de 2010

Porque las palabras a veces...

A veces no se pueden usar las palabras para construir mundos. Simplemente es imposible.Hoy no puedo construir nada con ellas:

porque me duele el tiempo que se va dejando huellas
porque detrás de una sonrisa muchas veces se esconde un puñal
porque la noche encierra mil historias pero no puedo escucharlas
porque la honestidad se juega al mejor postor
porque un triunfo que duele tanto, no produce alegría
porque la adversidad, a veces, se toma la vida y aplasta los sueños
porque la tormenta tiene tu voz y tiene tus ojos
porque los besos no son suficientes para convertirse en un escudo ante la angustia
porque la verdad pierde valor
porque el dolor gana terreno
porque la alegría se esconde a llorar
porque el odio compró boleto en primera fila y disfruta del espectáculo que representan los hombres arrancándose el corazón unos a otros
porque todo lo que toco me recuerda a tu piel
porque la inocencia actúa de estrella central en una película porno...

Por todo eso hay días en que las palabras pierden valor, pierden significado y se vuelven espinosas, afiladas,lacerantes. Esos días me alejo de ellas. Un poco, lo suficiente para que me lastimen sin desangrarme, me duelan sin golpearme, me busquen sin encontrarme. Todavía puedo borrarlas a todas y empezar de nuevo. Todavía puedo elegir.

lunes, 11 de octubre de 2010

Otra vez el mar.

Estuve en el mar. En la playa. Disfruté pensando en la eternidad del océano. El mar ha fascinado a generaciones de poetas, de escritores, de músicos, de artistas...
Ulises Adsuara, el personaje principal de una novela de Manuel Vincent que se llama Son de Mar, se va a pescar el primer atún de la temporada, en un bote, casi sin saber navegar. Tarda 10 años en regresar y cuando vuelve, luego de saciarse de la hembra caprichosa que representa para él la mar, fascinado, cansado y nuevo, retorna a la isla de la que partió. Ya no es el mismo, ni el color de sus ojos es el mismo y es ahí cuando confiesa que se fue a buscar lo que siempre tuvo a su lado: su mujer Martina.

El mar lo hipnotizó, como a tantos antes que a él, como a tantos después que a él.

Estuve en el mar. Hoy. También sentí el implacable deseo de navegarlo, de perderme en las olas sin tiempo y sin destino fijo.
El mar es como yo: que soy variable; que nunca me detengo; que estoy en constante devenir; que no puedo pensar si quiera en lo cotidiano; que me guío por la luna, por el instinto, por el capricho; que pago caro, a veces, como el mar cuando lo limitan con paredones, todos mis excesos.
POdría citar a miles de poetas, narradores, dramaturgos, ensayistas que le escriben al mar. Hago un corte en todo ese inmenso universo de palabras y cito a Borges:

"Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina"

Este poema es tan melancólico, es tan en carne viva. El poeta sabe que solamente le queda la posibilidad de la tristeza y la acepta. Las horas son largas, la vida es corta. Espera vivir por instantes porque un instante es más diverso, dice él, que la profundidad del mar.
Sólo le queda la tristeza y la muerte. POrque está más triste desde que ella apareció en su vida y se fue, porque está más triste desde que entendió que la vida podía ser otra cosa...

La tristeza y la muerte y el mar que es otra muerte que lo salva del amor. Es tanta la angustia, es tanto el dolor, que el amor se vuelve una amenaza, un sentimiento que debe ser suprimido porque no hay otra salida. El amor que es maravilloso se vuelve un espanto, un sufrimiento que solo puede ser acallado con algo más espantoso aún: la muerte que es otro mar, transfigurado, aparentemente idéntico al que conocemos pero diametralmente opuesto. No es diverso, es oscuro,lúgubre, sin amor pero tan inquieto y eterno como el otro: el luminoso, el diverso, el que está en el mundo como una cosa más.

Hoy estuve en el mar. En la playa y creí escuchar por un momento, cuando en un segundo el resto de los sonidos se apagó, la voz de Machado, frente a un mar que lo miraba con ojos de extranjero:

"Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar."

jueves, 7 de octubre de 2010

Parole, parole, parole.

Es extraño el mundo de las palabras…  Usamos las palabras para construir mundos que ayudan a interpretar nuestra realidad. Debe ser una perífrasis humana para salir de nosotros y volver a nosotros pero interpretados. Eso ocurre, por ejemplo, con los cuentos tradicionales, los cuentos que venimos escuchando y contando desde que somos niños.

Se necesita de los cuentos para poder entender el mundo, para poder asirlo, interpretarlo, darle una explicación más racional al cúmulo de hechos que muchas veces nos asfixian. Lo interesante de todo esto es que lo que estructura nuestro pensamiento desde pequeños son invenciones; bellas invenciones, maravillosas mentiras que nos cuentan primero, que leemos después y que contamos con la misma fe con que las escuchábamos.

Recuerdo el primer cuento de mi vida. Transcurría en Mozambique o Singapur o alguna de esas ignotas y lejanas ciudades- Era un mercader que tenía tres hijas y cada una le pedía un regalo que el padre les traería cuando volviera de un viaje. Una pidió perlas, otra no me acuerdo qué y la tercera, la menor y la más amada pidió flores. La cosa es que el comerciante en cuestión conseguía todo menos las flores y se metía en un jardín para cortarlas sin permiso y lo atrapaba el dueño que resultó ser un hombre soltero y solo y debía dejar a su hija a cambio de las flores y al final todos se amaban y terminaban felices. ¿ Conclusión? Amé esa historia con pasión. La leí hasta el cansancio (la tapa del librito barato comprado en un kiosco de diarios era del mismo verde de esta página), hasta que las hojas se rompieron y las perlas de la hermana mayor ya se habían desgastado.  Aprendí sobre el amor, sobre la paciencia, sobre la espera, le di mi primera interpretación a la soledad, reinventé mi idea de la paternidad, supe lo que era la desesperación, conocí la envidia (porque no dije que las hermanas mayores sentían envidia por el amor que el padre profesaba a la más pequeña) y vislumbré el “vivieron felices para siempre”.

Paradójico, no recuerdo el nombre del cuento, no recuerdo el autor, no recuerdo con exactitud ni el lugar en el que transcurrieron los hechos pero sí recuerdo las palabras, esas torpemente leídas primeras palabras llenas de significados nuevos, constructoras de asociaciones, embellecedoras de la realidad.

Después vinieron toneladas de palabras y de historias que llegaron con los años: las buenas, las malas, las prohibidas, las superficiales, las hirientes, las falsas, las cariñosas,las verdaderas, las inútiles, las consoladoras, las irritantes… Todas las palabras llegaron a mi vida y a todas, les di una ubicación de privilegio.

Ahora soy más selectiva con algunas de ellas: les doy el lugar que se merecen pero debo confesar que me siguen fascinando y creo que mientras produzcan eso en mí, aún puedo salvarme.

sábado, 2 de octubre de 2010

la celebración de la celebración.

Estuve triste y alejada. Las palabras no eran suficientes para drenar mi tristeza, para que se decantara gota a gota. Estuve triste, sí, y sólo pensaba desde la tristeza. Fue entonces cuando vino a mi mente un maestro de maestros. El escritor que escribe para mí. El que conocce cómo me gustan que sean las palabras y las escribe como yo quiero, el que inventa historias y cuenta otras que vio, que vivió, que sufrió con cada centímetro de su cuerpo.
Me refiero a Eduardo Galeano, al que América le sangra como una herida abierta. Eduardo Galeano, el itinerante, el que conoció todo mi continente a causa del sufrimiento de un Uruguay en llamas, de una Argentina ciega de odio que le escupió en la cara.
Siempre me emociona y no importa cuántas veces lo lea, no dejo de maravillarme con sus abrazos o con sus memorias del fuego o con las palabras suyas que danzan y danzan.

Tenían las manos atadas o esposadas, y sin embargo los dedos danzaban. Los presos estaban encapuchados: pero inclinándose alcanzaban a ver algo, alguito, por abajo. Aunque hablar, estaba prohibido, ellos conversaban con las manos.

Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que en prisión aprendió sin profesor:
-Algunos teníamos mala letra -me dijo-. Otros eran unos artistas de la caligrafía.

La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie; en cárceles y cuarteles y en todo el país, la comunicación era delito.

Algunos presos pasaron más de diez años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores. Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos a través de la pared.

Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores: discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuestas.

Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.

(Eduardo Galeano - "El libro de los abrazos)


Este es uno de mis abrazos preferidos. Uno de los textos que más profundamente me emocionan, sobre todo en estos tiempos en que todo se repite, en que la libertad se juega al mejor postor cada día, en que la comunicación es una jerigonza de unos pocos, en que nadie entiende lo que el otro dice, Galeano celebra a la voz humana. Siempre hay otro que quiere escucharnos, leernos, abrazarnos, sentirnos. Siempre hay otro al que le interesa lo que decimos por más simple o intrascendente que sea. A esos prefiero. A los que no necesitan grandes discursos para conectarnos, a los que una palabra les basta para entenderme. Prefiero, incluso, a los que se comunican conmigo a través de un abrazo, de un silencio, de una caricia, de una mirada sonriente.
Es cierto que necesitamos comunicarnos porque si no, no nos salvamos. Es cierto que necesitamos la voz de otro que nos saque de la angustia o nos acaricie desde la distancia. Yo creo en la voz del hombre. Yo creo en la fuerza de las palabras. Yo creo en que hay tanto que deben perdonarme como tanto que debo celebrar. Tengo mucho aún para decir y mucha más tristeza para drenar; tengo muchas preguntas que buscan respuestas y muchas más dudas que encontrarán sentido cuando pueda comunicarlas. Por ahora la comunicación no es un delito explícito y celebro eso.

domingo, 26 de septiembre de 2010

¿Te acuerdas de la gloria de mis alas?...

A veces la vida no es lo que pensamos, a veces nuestros cuerpos nos limitan a una realidad pedestre, terrenal, insulsa.
¿Qué les ocurre, en esos casos, a los que nacieron para volar más alto que los demás mortales? ¿Qué les hace la vida a los que no se adaptan a ella? ¿Cómo se comporta el destino con los que no se ciñen a él? En esos casos, el mundo se encarga de golpear a los desadaptados para modelarlos, a fuerza de angustias.
Entre los que no encajaban en el mundo, entre los que volaban sobre él, está Delmira Agustini. Tan diferente a su época que pocos la conocen.
Tan extraña es su voz que nadie puede creer que se haya criado en el Montevideo de fines del siglo XIX. Una mujer adelantada en varias décadas a lo que los cánones literarios esperaban para la época, que nació antes de tiempo y sin duda murió antes de tiempo. Mucho antes de lo que debería. No alcanzó a llegar a los 30 años cuando el marido, presa de celos, la mató en un hotel en donde se encontraban para rendirse a los actos de amor que los transportaban de la esfera filosófica a los más oscuros de los lupanares. Así era Delimira Agustini: bella y tremenda, erótica e inocente, ingenua y salvaje.
Mientras las mujeres de la época escribían sobre la maternidad, las flores y los pájaros. Delmira se revolcaba en el deseo, se arrastraba por los pantanos de los sentidos, se confundía por infiernos de placeres y surgía blanca y pura como un Tú me quieres blanca de Alfonsina.
Una mujer poeta diferente, pasional, completamente femenina y completamente erótica sin hacer de su género o condición una bandera. Delmira no es feminista; es mujer. Tan simple y tan atroz como eso.
POdría poner muchos poemas de ella, con ese lenguaje de finales del XIX, recargado, con la rima cuidada, con el ritmo perfecto, con la forma tradicional de su pluma.Podría introducir una galería de versos pero me decidí por un poema simple, sencillo, ni siquiera erótico:

LAS ALAS

........

Yo tenía...
¡dos alas!...
Dos alas,
Que del Azur vivían como dos siderales
¡Raíces!...
Dos alas,
Con todos los milagros de la vida, la Muerte
Y la ilusión. Dos alas.
Fulmíneas
Como el velamen de una estrella en fuga;
Dos alas.
Como dos firmamentos
Como tormentas, con clamas y con astros...
¿Te acuerdas de la gloria de mis alas?...
El áureo campaneo
Del ritmo; el inefable
Matiz atesorando
El Iris todo, más un Iris nuevo
Ofuscante y divina, que adorarán las plenas pupilas del Futuro
(¡Las pupilas maduras a toda luz!)... el vuelo...
El vuelo ardiente, devorante y único,
Que largo tiempo etormentó los cielos,
Despertó soles, bólidos, tormentas,
Abrillantó los rayos y los astros;
Y la amplitud: tenían
Calor y sombra para todo el Mundo,
Y hasta incubar un más allá pudieron.
Un día, raramente
Desmayada a la tierra,
Yo me adormí en las felpas profundas de este bosque...
¡Soñé divinas cosas!...
Una sonrisa tuya me despertó, paréceme...
¡Y no siento mis alas!
¿Mis alas?...
—Yo las vi deshacerse entre mis brazos...
¡Era como un deshielo!



Qué precioso poema, qué sencillo, qué dulce sentimiento envuelve mis sentidos cuando sabias palabras se enredan en mi alma... diría un crítico literario de esa época, pero con signos de exclamación, claro...
Yo pienso que es una metáfora de la pérdida. El momento en que debemos poner los pies sobre la tierra y dejar de volar, el instante en que súbitamente descubrimos que somos adultos y tenemos que mantener una fachada. La voz del poema recuerda el momento en el que aún podíamos entregarnos a la pasión sin consecuencias, al ardor devorador que consume y da vida a la vez:
El vuelo ardiente, devorante y único,
Que largo tiempo etormentó los cielos,
Despertó soles, bólidos, tormentas,
Abrillantó los rayos y los astros;
Y la amplitud: tenían
Calor y sombra para todo el Mundo,
Y hasta incubar un más allá pudieron.

Pero luego de ese momento, ya fue hora de aterrizar, de volverse ordinaria, cotidiana, igual a los demás. A vivir la vida gris de la gente gris de una ciudad gris. Fue el momento de crecer y con el crecimiento perder la posibilidad de remontarse en un rayo de luz: fulmíneas como el velamen de una estrella en fuga, decía Delmira y seguramente lloraba mientras lo repetía para convencerse de que había sido libre, de que había nacido diferente, de que había podido volar.
Una Delmira demasiado culta, demasiado lúcida para un siglo que venía muriendo de viejo y para otro que nacía, demasiado joven. Una Delmira que no podría adaptarse a un mundo que no podía entenderla y que le deshizo sus alas, que las trasnformó en agua y en vapor y en nada.
Una Delmira que vivió poco y a la que entendieron, menos. Sin embargo, al final, se salió con la suya: antes de tiempo levantó vuelo y se fue con la gloria de sus alas a cuestas donde no pudieran juzgarla, ni lastimarla...

martes, 21 de septiembre de 2010

Soy la más irregular de las perlas.

Tengo tantas cosas que escribir, pero no será hoy. Tengo tantas cosas que aprender, pero no será hoy. Tengo tanto que callar y tanto que decir… Soy una mujer barroca, creo, llena de dualidades, de bipolaridades, de lados oscuros e inabarcables.

Los barrocos le tenían miedo al vacío, a la nada, por eso cubrían todos los espacios, para que el miedo no se pudiera colar por lo que no podían controlar. Le tenían pavor a la cara oculta de la luna, la que no podían ver, la que desconocían… Qué habría detrás de ella, qué secreto escondería, qué loba herida aullaría hasta que se lo contara?

Los barrocos sufrieron decepción tras decepción… Que el centro del universo no era la Tierra sino el sol o  que Europa no era la estrella del mundo sino que aparecía un paraíso nuevo conocido como América. Los barrocos sufrían, les quitaron su centro, los desplazaron, les descubrieron las órbitas y les mostraron que la elipse tenía dos polos de equilibrio.

Por eso dudaban… dudaban con el alma, con la razón, con el corazón. Dudaban porque el mundo que conocían se iba destruyendo lentamente, la ciencia se abría paso ante la fe que quedaba mustia en un rincón. Soy una mujer y soy barroca y dudo y… ¿ soy o no soy? Esa es la cuestión, la única cuestión.

Así que como no sé quién soy, ni qué soy, no por qué soy y le tengo miedo al espacio vacío, como buena barroca nocturna… escribo y al escibir digo como Lope de Vega: “¿Que no escriba, decís, o que no viva? Haced vos con mi amor que yo no sienta, que yo haré con mi pluma que no escriba”.