Hace muchos años, más de diez, leí Arráncame la vida de Angeles Mastretta. No me gustó. Lo terminé por la tozudez de no dejar un libro por la mitad. Fue una experiencia incómoda: me fastidió el lenguaje, la historia mexicana se me cayó encima y me desbordó.
Por circunstancias de la vida, volví a leerlo hace unas semanas, bufando por tener que leer algo que sabía no me gustaba. Y me encantó. Fue una lectura-descubrimiento. Recordaba con plena claridad los hechos, efectivamente el lenguaje seguía tan duro como siempre, la historia de México continuaba allí pero yo era otra. Yo, esta lectora no soy la lectora que fui hace diez años y entonces el texto cobro otra dimensión y connotó tantas cosas en mí que veo hacia atrás y no puedo comprender mi ceguera de entonces. Eso es lo maravilloso de la Literatura que toma forma, consistencia, significado en relación con el contexto del lector.
No hay lectores pasivos, no hay lectores que se nieguen a acercarse al fenómeno de las palabras develadas y los sentidos reconstruidos.
En Arráncame la vida, una narradora protagonista va describiendo lo que vive, desde el momento en que la casan con un hombre más de quince años mayor hasta que enviuda. Sería una historia sencilla si ni fuera porque deja al descubierto todas las heridas femeninas, todos los miedos, la trascendencia de hechos insignificantes pero trascendentes para una mujer, las contradicciones, los sueños rotos, el resignarse a no sentir o a sentir:
Una tarde fui a ver a la gitana que vivía por el barrio de La Luz
y tenía fama de experta en amores. Había una fila de gente esperando
turno. Cuando por fin me tocó pasar, ella se sentó frente a mi y
me preguntó qué queda saber Le dije muy seria:
—Quiero sentir —se me quedó mirando, yo también la miré, era
una mujer gorda y suelta; por el escote de la blusa le salía la mitad
de unos pechos blancos, usaba pulseras de colores en los dos brazos
y unas arrancadas de oro que se columpiaban de sus oídos rozándole
las mejillas.
—Nadie viene aquí a eso —me dijo—. No sea que después tu
madre me quiera echar pleito.
—¿Usted tampoco siente? —pregunté.
Por toda respuesta empezó a desvestirse. En un segundo se desamarró
la falda, se quitó la blusa y quedó desnuda, porque no usaba
calzones ni fondos ni sostenes.
—Aquí tenemos una cosita —dijo metiéndose la mano entre las
piernas—. Con ésa se siente. Se llama el timbre y ha de tener otros
nombres. Cuando estés con alguien piensa que en ese lugar queda el
centro de tu cuerpo, que de ahí vienen las cosas buenas, piensa que
con eso piensas, oyes y miras; olvídate de que tienes cabeza y brazos,
ponte toda ahí. Vas a ver si no sientes.
Luego se vistió en otro segundo y me empujó a la puerta.
Su necesidad de sentir terminó con el aplastamiento de las ilusiones de un hombre que posee pero no ama, que demanda pero no entrega, que exige pero no comprende.
El cambio, el paso de niña a mujer, el desarrollo de un mundo nuevo, el obligarse a cerrar la boca para no decir lo que se quiere gritar, el ir descubriendo el mundo exterior junto al mundo interior, aprendiendo sola, en una suerte de viaje hacia lo profundo es lo que me cautivó esta vez.
Dicen los críticos que esta es literatura femenina… yo creo que es literatura profundamente humana aunque esté enunciada desde la perspectiva de una mujer, aunque el machismo, la violencia de género, la anulación del sexo femenino a través de su cosificación o la vanalización de los sentimientos sea la brújula que nos guía en la clarificación de la trama.
Creo que es una novela de develamiento de lo humano, creo que es una lectura que merecía una segunda oportunidad, creo que las palabras, como siempre van encontrando ellas solas su lugar.