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jueves, 18 de enero de 2018

Amén


Hasta ahora nos vimos dos veces en la vida. Las dos veces tuvimos sexo. Hablamos en algunas ocasiones más  pero sin ojos y sin sonidos: hablamos desde los signos combinados que conforman las grafías del idioma español. Asépticamente. Sin gestos, sin tonos, sin olor.
Estoy tratando de sentirme culpable, de sentirme sucia pero no lo consigo. Me revolqué dos veces con un tipo al que vi dos veces. Dos de dos; buen timming después de todo. Sin embargo una voz antigua me susurra que eso no está bien  que las señoras decentes tejen o rezan. Todavía no termino el pulóver naranja que iba a estrenar el invierno pasado y después del Dios te Salve, María, ya me entretengo con la belleza del lenguaje, o con la metáfora o el ritmo del rezo y se acabaron allí mis ambiciones piadosas.
Intenté por unas horas sentirme culpable pero haberme entregado sin prejuicios, sin pretensiones de la misma manera en que el río se vacía  y funde sus aguas con el mar fue exquisito. He escuchado tantas cosas sobre el amor y sobre el no amor que la letra escarlata que debería llevar adherida a mi pecho sería un adorno en lugar de  un escarnio.
Soy una vagina, palabra muy poco poética, hasta huele a alcohol cuando la escribo, pero en latín significa “estuche”, Cuando conocí su etimología comencé sentir simpatía por ella. Un estuche como el de las chauchas o las guitarras. Los estuches protegen, cuidan, resguardan, ocultan secretos, esconden preciosidades. Eso fui, entonces, -no me llega la culpabilidad, aún- y he guardado en mi vientre, con primorosa ternura a las 7 maravillas del mundo.
Cuando soy estuche o inmensidad  me complace sentarme debajo de los fuegos artificiales del deseo  que siento inminente hasta convertirme en uno de ellos y el deseo se transforma en acción.  Me vuelvo  pólvora y me quemo, ardo, estallo e ilumino mi cielo particular. Es un espectáculo infinito que  me tiene a mí como única espectadora. En esos momentos, mi universo es mi cuerpo que se vuelve una galaxia completa.

Ya no creo que vuelva a verlo, seguramente por el beso frío y rasante como el ala de una mariposa nocturna con que me rozó la mejilla al despedirnos. Después de todo sabemos que las mariposas  nocturnas son enormes y jeroglíficas pero están condenadas  a morir igual que los fuegos artificiales que brillan una única vez en las noches de verano.