El viaje de las palabras es complejo. Primero, ellas no eligen a dónde ir, alguien las selecciona, las toma de un paradigma y por alguna asociación les da vida y las lanza a la calle. A veces, dignamente soportan una vida de papel. Esa sería la mejor fortuna para ellas si un gusano, una inundación o las lenguas calientes de las llamas no las borran para siempre. Otras veces, corren la suerte de la futilidad del mundo binario y con una simple presión de dedos, se desbarrancan y desaparecen para siempre.
Las que se desvanecen en el aire son los peones del ajedrez, la carne de cañón, las que vivirán por una fracción de segundo y luego se las llevará el viento. Lo que salva a estas últimas es que suelen ser las más efectivas, las que perduran de otra manera en el recuerdo, la que susurran al oído en el momento preciso del orgasmo y se quedan por años talladas como en roca en los tímpanos, en el cerebro, en los sentidos. Son las que hieren, las que desatan guerras, las que no pueden olvidarse fácilmente y dejan cicatrices. ¿Será la venganza de su futilidad?