Anoche, 24 de enero de 2020, los poemas y las cartas de Lorca junto con las de Salvador Dalí tomaron vida de la mano de Joel Minguet con dirección de Guillermo Ghío.
Yo estaba ahí. Entre la pequeñita multitud que respiraba al unísono, que palpitaba a la vez.
Todas las estrellas brillaron entre las palabras, los pasos cansados de la tristeza que chorreaba por lo muebles; Cadaqués, Granada, Madrid y la muerte, siempre la muerte como presencia final irreductible y definitiva colmaron la sala hasta lo imposible porque toda ella estaba henchida de emociones incitadas por un actor venido de lejos con las zetas cantarinas de su voz.
La luz tenue, la intimidad, el susurro de la palabra que se atesora como un doble regalo: el que nos hizo Federico al escribirlas y el que nos hizo Joel al pronunciarlas serán un recuerdo lleno de sonidos que me acompañarán mucho tiempo.
La poesía conmueve, desnuda, expone. Eso paso anoche de la mano de un catalán que jugaba con un andaluz.
La luz cegadora del mar, el sosiego dulce del atardecer, los grillos acribillantes de la noche, la espera, se dieron lugar en un pequeño teatro en donde el infinito y la eternidad se detuvieron a escuchar poemas, a rumiar versos, a conjurar rimas, a abrir el alma. Ser capaz de concertar tantas imágenes es un milagro que agradezco a la música, a la palabra, a un actor que llegó de lejos y a Federico.
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