Los ojos de la novia bailan al compás de
las luces del día. Sonríe y las campanas resuenan en sus oídos y en todos los
oídos de los que la miran. Es imposible no sentirlo si la novia es un trozo de
nube esperando ser lluvia.
Se aclaró el cabello y pareciera que toda
la felicidad del mundo cabe en su sonrisa. Una sonrisa expectante, una sonrisa
de pájaro de siete colores.
Su voz es diferente un ligero temblor la
envuelve y los silencios se acortan para sustituirse con el nombre del otro, el
causante. Escuchar a la novia es percibir
un arroyo en deshielo: lleva los secretos milenarios del tiempo en que
estuvo congelado pero no lo sabe, es un transportador de arcanos mayores y
menores. Ella susurra esos secretos al hablar distraídamente de su trabajo, de
la oficina, del café que se terminó y tendrá que salir a comprar.
La novia no camina: se desliza unos
milímetros por sobre el suelo y su sombra proyecta flores.
Yo miro a la novia intensamente, imposible
no mirarla. Se volvió ondina, se volvió ninfa que canta en idiomas antiguos a
través de sus movimientos.
Yo escucho a la novia y las palabras se
deshacen y se vuelven a hacer en mis oídos con nuevos timbres.
Yo vislumbro en la novia una semilla de
eternidad y deseo con toda mi alma que la eternidad no dure un relámpago en la
tormenta, no se vuelva un grito que se muere en la garganta. Deseo que esta vez
sea cierto por ella, sobre todo por ella, fundamentalmente por ella; sí, pero también por mí, por mi necesidad de creer
que aún las hadas habitan entre
nosotros.
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