“De sobra sabías lo que para mí significaba mi arte: el medio glorioso por el cual yo me había manifestado, primero a mí mismo y después al mundo. La gran pasión de mi vida, el amor junto al cual todas las otras manifestaciones del amor eran como agua cenagosa junto al vino escarlata o como un gusano de luz en el pantano junto al mágico reflejo de la luna”. Me hubiera encantado ser la autora de este párrafo, bueno… sí y no, me hubiera encantado tener esa maestría para escribir pero definitivamente no las circunstancias y el dolor que llevó a Oscar Wilde a escribirlo. Estuve releyendo De Profundis, la carta que le escribe Wilde a Bossie desde la prisión para liberar su alma de tanta angustia. No leí de corrido, fui saltando a los subrayados que dejé en mi primera lectura hace ya varios años. Fui desgajándome en angustia línea a línea mientras seguía el razonamiento atroz de un hombre que lo había perdido todo: su hogar, sus hijos, su fortuna, su libertad, su dignidad, su arte pero, que sin embargo dice: He de conservar hoy el amor en mi corazón; ¿cómo podré si no soportar el día?
Atrás había quedado la gloria de ser el centro de las fiestas, el ingenio, los juegos de palabras, las caminatas por Londres vestido a la última moda, los comentarios hirientes, los manjares exquisitos traídos especialmente para él desde distintos lugares de Europa, el brillo social, el reconocimiento como escritor y dramaturgo. Todo había terminado, se había ido. Un golpe del destino y un amor cegador lo llevó a la ruina.
Ese es el Wilde que más me gusta, no por vencido pero sí por humano. Buscó toda su vida la veta del artista, como los buscadores de oro buscan con desesperación la veta que los sacará de la miseria para siempre y, creo, que la encontró cuando pudo experimentar, desde mi perspectiva, la angustia en lo más profundo de su ser, como una herida abierta, supurante de pus, dolor y arte.
Era un artista pero creo que no entendió su propio arte hasta que no fue el gusano en el pantano o el agua cenagosa junto al rojo vino color rubí. Yo creo que ahí cobró magnitud el artista y sin escribir una sola obra más, resignificó toda su obra anterior. El príncipe feliz no es el mismo antes de su prisión que después aunque no le haya modificado una sola letra, un solo punto, una sola palabra. Lo que creo [y que me perdone Foucault] es que ese autor torturado que aceptó su derrota y su humillación desplegó su grandeza de artista al volverse un personaje autocreado que esperaba la libertad. Recién en ese momento pudo comprender el dolor que sentía el príncipe al ver a otros sufrir, recién cuando él experimentó el dolor en su propia carne pudo entender el dolor de ficción que había creado, como un demiurgo, años atrás. Entendió. Recién ahí terminó de comprender el dolor de Basil, de Sybil, de Jim Vane. Recién ahí ese dolor que imaginó se volvió realidad, adquirió cuerpo, le enterró las garras en la piel.
Toda su obra cambió cuando Wilde descubrió a Wilde, cuando Wilde comprendió a Wilde, cuando la realidad lo puso de rodillas y sólo el amor que conservaba lo salvó de la locura. Salvataje efímero porque el alcohol, algún tiempo después, luego de que los dioses satisficieran su sed de dolor, le tuvo piedad y terminó con su sufrimiento.
Fue por eso, creo, que escribió: “Los dioses son caprichosos. No sólo nos imponen el castigo de nuestros vicios sino que nos pierden, utilizando lo que en nosotros hay de bueno, noble, tierno y humano.” y no, Wilde, contra los dioses, no se puede…
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