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sábado, 25 de enero de 2020

Lorca, Dalí, Minguet, el mar y la eternidad

Hay un teatro. Hay un teatro pequeño. Hay un teatro pequeño en Boedo. Hay un teatro pequeño en Boedo en donde el mar, pintado y repintado pasó a dejar su saludo de dientes de espuma y labios de cielo. Hay un teatro que fue el escenario perfecto para recordar a Federico, el de la palabra redonda y perfecta, el de la música nacida con forma de alas. Sí, Federico García Lorca.
Anoche, 24 de enero de 2020, los poemas y las cartas de Lorca junto con las de Salvador Dalí tomaron vida de la mano de Joel Minguet con dirección de Guillermo Ghío.
Yo estaba ahí. Entre la pequeñita multitud que respiraba al unísono, que palpitaba a la vez. 
Todas las estrellas brillaron entre las palabras, los pasos cansados de la tristeza que chorreaba por lo muebles; Cadaqués, Granada, Madrid y la muerte, siempre la muerte como presencia final irreductible y definitiva colmaron la sala hasta lo imposible porque toda ella estaba henchida de emociones incitadas por un actor venido de lejos con las zetas cantarinas de su voz.
La luz tenue, la intimidad, el susurro de la palabra que se atesora como un doble regalo: el que nos hizo Federico al escribirlas y el que nos hizo Joel al pronunciarlas serán un recuerdo lleno de sonidos que me acompañarán mucho tiempo.
La poesía conmueve, desnuda, expone. Eso paso anoche de la mano de un catalán que jugaba con un andaluz.
La luz cegadora del mar, el sosiego dulce del atardecer, los grillos acribillantes de la noche, la espera, se dieron lugar en un pequeño teatro en donde el infinito y la eternidad se detuvieron a escuchar poemas, a rumiar versos, a conjurar rimas, a abrir el alma. Ser capaz de concertar tantas imágenes es un milagro que agradezco a la música, a la palabra, a un actor que llegó de lejos y a Federico.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Identidades y lunas…

¿Quién soy, quiénes somos, qué somos…? Preguntas que nos hacemos una y otra vez muchas veces en la vida. Quién soy…  Si lo pienso rigurosamente debo decir que no tengo mucha idea de quién soy. Y en este pensar, en este devenir, un verso giraba solito en mi cabeza: “soy; no podrán escaparse”. A simple viste es un verso que no dice absolutamente nada y que puede referirse a cualquier cosa. ´Sin embargo, yo sabía exactamente a qué se refería y por eso lo repetí varias veces, lo degusté como un mantra, lo reproduje sílaba a silaba durante varios días.

Es un verso de Bodas de Sangre, la magnifica tragedia de Federico García Lorca. Magnífica, absoluta, reveladora, conmovedora, atroz y mil adjetivos más que podría ir desgranando en un vano intento de lograr definirla. Tomé el verso del momento en que los amantes son perseguidos por el novio. Leonardo y la novia escapan pero la luna se opone a esa escapatoria, está sedienta de sangre, necesitada de venganza y desde su posición de observadora omnipotente va a facilitarle el trabajo a los perseguidores iluminando con toda su intensidad.

Lo que me gusta de esta luna es que sabe quién es. Sabe cuál es su plan. Sabe qué es lo que quiere. Es la luna, la que señorea en la noche, la que manda en las criaturas oscuras, la que devela lo que está escondido, la encargada de que el destino se cumpla inevitablemente, definitivo como todo destino. No pretende suavizar su labor, no pretende atenuar su obligación: sabe quién es y quiere muerte, sabe quién es y quiere sangre, sabe quién es y busca venganza.

Comienza con su firme declaración de principios, con su autodefinición. Deja en claro además su objetivo principal:

Cisne redondo en el río,
ojo de las catedrales,
alba fingida en las hojas
soy; ¡no podrán escaparse!

¿Quién se oculta? ¿Quién solloza
por la maleza del valle?

Los lectores, los espectadores, se enteran con angustia luego de estos cuatro versos cuál es el triste desempeño que tendrá la luna-muerte en las acciones que siguen. Ante la luna nadie puede esconderse. Ella  será la entregadora, la verduga del hacha, tomará esa forma: de hoz, de cuchilla, de machete, de sable curvo… Su destino es trillar, segar, cortar, herir, derramar sangre.

La luna deja un cuchillo
abandonado en el aire,
que siendo acecho de plomo
quiere ser dolor de sangre.

Deberíamos sentir recelo por esta luna asesina, sin embargo, la sensación es otra: nos apena. Nos apena por su soledad, por su angustia y porque ha aceptado su destino. A ella le toca ese papel en le vida de los amantes, quiere justificarse pero no quiere evadir su trabajo. La justificación es el frío, la necesidad de calentar su cuerpo con sangre tibia, con el calor de los cuerpos que se abren a la muerte, es ella la que tiene frío pero será ella la encargada de robarles el calor a los cuerpos de los hombres robustos y jóvenes que tiene que tomar esa noche.


¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada
por paredes y cristales!
¡Abrid tejados y pechos
donde pueda calentarme!
¡Tengo frío! Mis cenizas
de soñolientos metales
buscan la cresta del fuego
por los montes y las calles.
Pero me lleva la nieve
sobre su espalda de jaspe,
y me anega, dura y fría,
el agua de los estanques.
Pues esta noche tendrán
mis mejillas roja sangre,
y los juncos agrupados
en los anchos pies del aire.

LUego de su justificación, de dejar en claro que ese es su destino y que nadie puede escapar de él, sentencia. Sentencia con el poder de un juez implacable, de una fuerza que no puede detenerse jamás, que es impelida a actuar.

¡No haya sombra ni emboscada.
que no puedan escaparse!
¡Que quiero entrar en un pecho
para poder calentarme!
¡Un corazón para mí!
¡Caliente!, que se derrame
por los montes de mi pecho;
dejadme entrar, ¡ay, dejadme! (A las ramas.)
No quiero sombras. Mis rayos
han de entrar en todas partes,
y haya en los troncos oscuros
un rumor de claridades,
para que esta noche tengan
mis mejillas dulce sangre,
y los juncos agrupados
en los anchos pies del aire.
¿Quién se oculta? ¡Afuera digo!
¡No! ¡No podrán escaparse!
Yo haré lucir al caballo
una fiebre de diamante.

Y así, implacable, definitiva, toma los corazones que se derraman en sus manos, entra en dos pechos que la reciben porque el destino así lo quiso, porque el amor así lo condenó y no hay nada que hacer. La venganza, la sangre, la muerte, la noche definitiva cayó sobre los personajes.

Y en todo esto, hay algo que sigue fascinándome: la luna sabía quién era, conocía su destino, entendía su función en el drama  y lo aceptó. Ella conocía su identidad… Quién fuera esa luna que es, que sabe, que está, que acepta, que actúa, que se presenta tal cual es, sin velos, sin caretas, sin disfraces.

¿Quién soy, qué soy, qué quiero? Tal vez debería convertirme en luna para llegar a entenderlo…