Hay unos ojos que me persiguen.
Unos ojos oscuros y de hombre, claro.
Apenas me levanto están allí,
flotando sobre la escalera, esperando para seguir mis pasos. Son ojos incesantes, ojos que no menguan.
Están colgados de unas cejas negras, maravillosas. Por ellas les perdonaría su
existencia –pero aún no lo decidí-. Son cejas como signos de admiración, como
subrayado doble, como times New Roman 12.
Esos ojos tienen la capacidad de
leer mis pensamientos; así que me cuido
de pensar en algo directamente cuando están cerca con esa actitud calma que dan
ganas de acariciarlos y entregarles un hueso. Para que no me desnuden de
palabras y abstracciones pienso indirectamente. Abro niveles diferentes, mezclo
reflexiones con inventos, hechos verdaderos. Por nada del mundo quiero que esos
ojos se enteren de mis secretos.
A veces los pierdo de vista un
rato. Sobre todo cuando manejo. En esos momentos estoy pendiente de otros
autos, de otras personas o de las ruedas de los camiones. Son hipnóticas esas
ruedas. Los pierdo de vista pero imprevisiblemente en algún semáforo se posan
delicadamente sobre mi hombro derecho y yo les hago un guiño a través del
espejito. Las cejas se alzan y es como si bailaran. Me hacen reír.
Imagino que debe ser fácil hacerlos
felices pero no se dejan. Son ojos con orgullo, casi soberbia diría yo.
Las paradojas entre nosotros se
suceden día a día: a veces no quieren mirarme. Sé que desean que yo fuera otra
y me miran de soslayo con una mueca de rabia. Pero ellos aparecen ahí, yo no
los llamo. Tal vez parte de una auto-tortura sea seguir a quien no quieren. No
me molestan, no voy a aplastarlos con una revista o algo así. Ojos que no
quieren mirar y mujer mirada que extrañaría que no la miren aunque no quiera
ser mirada.
Me causan ternura. Sé que
preferirían que no me diera cuenta de su rechazo pero son tan transparentes
pendiendo de esas cejas tupidas, inefables.
La otra tarde pensé que los había
perdido. No estaban en su posición habitual: a tres metros de mí en diagonal y
a un metro con setenta y cinco del suelo. Desaparecieron. Respiré aliviada.
Podía pensar. Luego entré en pánico. ¿Qué iba a ser de esos pobres ojos tan
mansos abandonados a su suerte? Los busqué por todos lados hasta que los vi,
escondidos, detrás de uno de los libros de la biblioteca. Se estaban haciendo
los graciosos.
No, señoritos, no pueden andar
por ahí perdiéndose, no. Desde ese día los llevo en la cartera no vaya a ser
que se queden atrapados en algún lado y ¿qué le digo a su dueño, después?
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