Volver a la escritura desde el silencio, desde la ciclotimia de la palabra escrita, desde la ausencia de mí. Volver…
Siempre se vuelve. La vida es un eterno retorno, la literatura es un eterno retorno a tópicos que se toman una y otra vez, a libros que se vuelven a leer bajo la luz de otras circunstancias. Volvemos siempre porque en realidad no nos vamos nunca.
Es parte de la esencia humana no permitirse la partida definitiva, los adioses totales. Permanecemos en la memoria de los otros, permanecemos en un texto escrito en alguna libreta olvidada, en un recuerdo fraccionado o reconstruido. Somos eternos. Mientras alguien nos recuerde somos eternos, mientras llevemos a alguien en el corazón somos eternos, mientras conozcamos el sentido del amor y de la muerte somos eternos.
Borges dice:
“Entre el alba y la noche hay un abismo
de agonías, de luces, de cuidados;
el rostro que se mira en los gastados
espejos de la noche no es el mismo.
El hoy fugaz es tenue y es eterno;
otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.”
Y yo aseguro que entre el alba y la noche hay una eternidad que dura un día. Una eternidad que nos permite la desolación o la gloria, que nos escupe en la cara o nos da una palmada en la espalda. Somos eternos en la fugacidad, en la profundidad del instante. Mi eternidad dura lo que el recuerdo de mí, lo que el momento, el segundo en que me descubro como humana y como diosa o como insignificante.
También creo que la eternidad de los segundos nos modifica, como dice Borges, el rostro que se mira en los gastados espejos de la noche no es el mismo. No soy la misma ni aún desde que empecé a escribir esto. Soy otra, que se metamorfoseó infinitamente desde que enunció: Volver desde el silencio… Soy otra que flotó por un momento en la inmensidad del pensamiento, en la profundidad de la abstracción y volvió más cansada y más triste a aceptar que su eternidad es una eternidad privada, llena de contradicciones.
Sigue Don Jorge Luis y dice. el hoy fugaz es tenue y es eterno y siento una profunda conmoción porque él me entiende. Dos adjetivos unidos por la conjunción aditiva dan como resultado la igualdad de los términos tenue y eterno para que ninguno de los dos pierda importancia. Nuestra eternidad está hecha de la suma de eternidades, imperceptibles, tenues. Sólo nos queda el momento, el hoy: el de la copa de vino compartida; el del silencio de la noche que trae insomnio y a veces, paz; el de una sonrisa; el de una palabra susurrada o sugerida con los ojos.
Y para cerrar firmemente su sentencia, tal vez cruel: otro Cielo no esperes; ni otro Infierno. Otra vez la conjunción negativa esta vez, que reafirma los dos términos equivalentes: cielo e infierno. La nada. La eternidad no es una época de limbo interminable, de permanencia en un estado que no cambia. No hay nada después de todo eso. Nada. La eternidad no es más que esto que somos, que este momento en que escribo y me lees. La eternidad nos hace dioses porque somos dueños, hacedores de instantes, reyes de momentos, gobernantes de la fugacidad.
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