lunes, 22 de agosto de 2016

Réquiem por la palabra (y por la imagen)



La imagen nos está ahogando. Y la palabra nos está abandonando. Pensar, seleccionar, adecuar, pronunciar, dar significado, construir debería ser una secuencia lógica para un hablante. No lo es. No puede, no se puede. La palabra da trabajo; la imagen no pide nada, no necesita nada pero está muy sola.
Una imagen muestra una realidad parcial (la de la cámara y el momento y los personajes, enmarcada en un contexto)
Una imagen vende amor
                                      sexo
                                             ilusiones
                                                           felicidad
                                                                         esperanza
                                                                                        odio.
Una imagen moviliza a la opinión pública.
Una imagen informa
                                 desinforma.
Una imagen vende un candidato
                                                     o le cambia la fecha de vencimiento
                                                                                                              o lo vuelve la mejor opción
                                                     o lo destruye.
Una imagen transmite una emoción
                                                         o dos.
Una imagen miente.
Una imagen lastima.
Una imagen oculta.
Una imagen manipula.
Pero,
sin embargo,
empero,
está librada a la interpretación libre, subjetiva, parcial, incompleta, desinformada, nublada de quien la recibe. Una imagen está sola. Es como una persona desnuda, hermosa, pero no amada; la vemos completa pero no la entendemos, está tan desnuda, tan cruda que no provoca deseo.
La palabra, en cambio, contextualiza, enmarca, amplía la comprensión de una idea, profundiza, deja raíces.
Una no es mejor que la otra; son distintas. Tan distintas como la estabilidad y la duda, como la intuición y la seguridad. Deberían complementarse pero creo que están empezando a odiarse como un matrimonio que cada vez se soporta menos.
Es cruel lo que se hace con la imagen -y con la palabra-, se suelta como si fuera un globo inflado con helio y que el espectador se arregle. Se direcciona claramente para que quien la reciba crea que todo es espontáneo. Es muy cruel haber perdido la candidez en la recepción de la imagen; le hizo un daño irreparable a la forma de ver el mundo.
Pienso en los inocentes, los cándidos, los aún receptores honestos que creen que las publicaciones, las publicidades, los informativos, las transmisiones deportivas, los carteles políticos, las fotos de perritos en Facebook son semióticamente transparentes, que todo es como se representa y deseo con toda mi alma que los Comunity Managers se apiaden de ellos, que las redes -cada vez más artificiales y más pérfidas- se apiaden de ellos, que el futuro se apiade de ellos.
Pienso en ellos y escribo un réquiem por la palabra y en ella, por el pensamiento, por la interpretación, por el análisis, por el conocimiento, por la necesidad de formar personas críticas.
Pienso en ellos y en la imagen tan sola, cargada de significados múltiples, tan utilizada, armada hasta los dientes, contradictoria, soberbia en su trono de letras pisoteadas y deseo que tarde un poco más en ahogarnos, aplastarnos, volvernos unívocos, iguales y tristes.  Y pienso casi al borde de rendirme: "Tal vez, los que aún están en la escuela, tan vez mis alumnos, tal vez los que vengan... Tal vez..."

martes, 26 de enero de 2016

El rapto del tiempo y del cisne

¿Qué es el tiempo?, me pregunto, mucho más allá de una dimensión, ¿Qué es realmente el tiempo? En distintas etapas de mi vida he tenido distintas percepciones de él: a veces era un caracol que no avanzaba nunca, otras un relámpago cegador que no permitía ver nada. También hubo saltos temporales, vacíos, espacios que no puedo llenar y otros, recuerdos tan vívidos que desconozco si ocurrieron recientemente o hace mucho. 
Esa sensación de atemporalidad, de salto o de continuidad la reviví al leer El rapto del cisne de Elizabeth Kostova. No pude despegarme de esa narración. Tres días en que a duras penas pude alejarme del texto. Atada a él, mis ojos iban del siglo XIX al XX, de los pintores impresionistas a un cuarto pequeño en un centro de rehabilitación psiquiátrica. 
La novela va desarrollando un tempo narrativo completamente magnético alrededor de Robert Oliver, un pintor de habilidad inconmensurable que es detenido cuando quiere atacar un cuadro con una navaja. Desde allí, aparecen distintas voces, distintas historias que se entrecruzan intercaladas por segmentos epistolares, monólogos y reflexiones sobre el arte y fundamentalmente, la compleja psicología de los artistas, el mundo en el que viven -que definitivamente no es el nuestro-, las relaciones de pareja, dice Kostova:
"Las personas cuyos matrimonios no se han derrumbado, o cuyos cónyuges mueren en lugar de marcharse, no saben que los matrimonios que terminan raras veces tienen un único final. Los matrimonios son como ciertos libros, una historia en la que, al volver la última página, crees que se ha acabado, y luego hay un epílogo, y después de todo eso tiendes a seguir preguntándote acerca de los personajes o imaginándote que sus vidas continúan sin ti, querido lector. Hasta que no te olvidas de ese libro, estás atrapado tratando de resolver qué habrá sido de esos personajes una vez que los has cerrado"
Nuestra vida es nuestra propia historia, dolorosa de a ratos, alegre, infeliz o exultante. Capítulos que se suceden.
Luego, con mucha maestría, la autora nos sumerge en el mundo de la obsesión, de la imposibilidad de darle una razón a las cosas que hacemos, de no detenernos aunque sabemos que lo que está alrededor nuestro se derrumbará sin remedio y no queremos evitarlo.
Finalmente, el tiempo literal, el que transcurre sin detenerse, el que nos vence, el que gana siempre aparece para decir:

"El corazón no envejece, sólo la mente"

Y con ese pensamiento me quedé, arrullando a mi corazón que sabe que el tiempo de los cerezos en flor ya se fue  para siempre y solo queda esperar repitiendo como un mantra:  "el corazón no envejece, solo la mente; el corazón no envejece sólo..."






"

martes, 19 de enero de 2016

El hombre de los cabellos de luna

Cuando conocí a Don Luis Pastor y a su familia, escribí esto:
Conocí al hombre en cuyos cabellos se durmió la luna y también conocí a la hechicera del fuego, que al verla, se enamoró de ella y se escondió en su pecho para habitarla: mujer de pies descalzos y manos cálidas. Conocí, además, a la voz del viento entre las cañas que canta sus canciones con el corazón como guitarra. Ellos son los Pastor: Luis Pastor, Lourdes Guerra Mansito y Pedro Pastor Guerra. Y escribí:
Si la música viviera en algún lado sería bajo el techo de su casa. Si la palabra cambiara de vestido sería en la garganta de estos pastores de metáforas.
El hombre en cuyos cabellos se durmió la luna tiene los ojos de nube y la boca de clavel. Rojo clavel de la denuncia, solitario clavel de la nostalgia.
No hay tarde de sol ni noche oscura que no sea un milagro de la vida cuando hablan con sonidos sin palabras, acarician con acordes de guitarra y bailan con la inocencia dulce de las olas que viajan.
Canta, Guardián de la luna dormida que bajó a besarte y se quedó en tu pelo; canta, Hechicera del fuego que sigue hipnotizado en tu cintura; canta, Voz azul de viento que se mece en las cañas de tu cuerpo y nos besa en la frente cuando pasa. Porque mientras canten, Pastores de Ilusiones, las noches serán más limpias, la risa será más fuerte y no habrá lugar para las lágrimas.

Conocí al hombre en cuyos cabellos se durmió la luna. Yo misma, con los ojos brillantes de emociones, descubrí cuando pasaba: una sombra de eclipse la cubría y la luna del cielo descolgada, se mecía en la plata de su pelo, acurrucada por sus dulces nanas. Y me dije en un susurro leve y quedo con las pupilas eclipsadas: “conocí al Pastor de luna y cielo, a la Embelezadora de palabras, al niño dulce de la voz de nácar”.

domingo, 17 de enero de 2016

Viajando en el tren de las palabras

Las palabras tienen vida. No puedo encontrar otra explicación teniendo en cuenta el efecto que producen. Uno las piensa, las selecciona, las usa pero ellas se convierten en lo que quieren ser. Este milagro de significado y emociones es casi incomprensible e infinito.
Leí "El tren nocturno de la vía láctea" de Kenji Kayazawa. Y fui testigo directa de este hecho sobrenatural: las palabras cobraron vida y construyeron su propia realidad.
Viajé en un tren en el que, junto a Giovanni y Campanella, vivimos grandes acontecimientos, siempre desde la ambigüedad y una sensación de sutileza en la transmisión de imágenes como esta que muestran una serena belleza, una extrañeza poética: 
"-No es la luz de la luna. Brilla así porque es la Vía Láctea.
Mientras decía esto, Giovanni podía haber saltado de alegría. Zapateando y sacando la cabeza por la ventanilla, silbaba muy, muy alto la canción de las estrellas, estirándose cuan largo era para ver toda el agua de la Vía Láctea. Al principio no lo consiguió, pero, poco a poco, se dio cuenta de que, más clara que el cristal, más que el hidrógeno, fluía en silencio y en ella se formaban pequeñas olas que por momentos parecían una ilusión, centelleando violetas o de todos los colores del arco iris."
Recuerdo contemplar la Vía Láctea cuando era una niña en las noches de verano eternas que envolvían la casa de mi abuela entre la oscuridad nocturna que parecía que se tragaba todo, el sonido del arroyo y la suave brisa, tibia aún después de que se había muerto el sol. La contemplaba y me parecía que no existía algo más hermoso que ese polvo de diamantes olvidado en el cielo.
En el tren de Kayazawa a Giovanni le ocurre lo mismo. Pasa por varios estados de ánimo pero predomina la tristeza porque las manzanas pierden sus cáscaras en ceniza, porque el silencio se adueña de los pensamientos, porque no se sabe qué es qué y quién es quién,  porque lo acompañan personajes que están terminando un viaje diferente al de él. 
"-¿Me perdonará mi madre?- Dijo tartamudeando un poco Campanella en su precipitación. (...) Mientras decía esto, Campanella se esforzaba por contener las lágrimas. (...)
Inesperadamente, el interior del vagón se iluminó con una luz blanca. En el lecho de la Vía Láctea, que transcurría sin sonido ni forma, resplandeciente como si se hubiera sumado el brillo de los diamantes al del rocío caído en la hierba, se podía ver una isla rodeada de una aureola pálida. Sobre la suave cima se levantaba una magnífica cruz, tan blanca como si estuviera tallada en una nube helada del Polo Norte, rodeada de un halo dorado que giraba en silencio eterno."
Todos discurrimos por diferentes caminos, es cierto y todos viajamos de distintas formas a nuestro destino último. 
Mientras leía, pensaba que en cualquier momento se iba a cruzar el Ómnibus de Cortázar o el carro que llevó a Comala al hijo de Pedro Páramo o quizá a algún barco perdido de Horacio Quiroga. No me los encontré pero quizá, quién dice en otra relectura. Las palabras tienen vida propia, porque, al final, uno las piensa, las selecciona, las usa pero ellas se convierten en lo que quieren ser. 

martes, 12 de enero de 2016

Ay, Valentina; ay, Rita

Pocas cosas me conmueven: una pena. Tal vez se deba a que la coraza con la que la vida diaria nos viste es cada vez más resistente y solo algunas manifestaciones pueden permearla, en mi caso, lo logran la música y el teatro.
Fui al teatro. Fui a ver Casa Valentina en el teatro Picadilly, ( Corrientes al 1500 CABA) dirigida por José María Muscari (@muscarijoseok).
El texto es interesante; la adaptación, mejor; los personajes, esculpidos deliciosamente por actores que usan el alma como cincel.
La belleza inalcanzable de Diego Ramos, la capacidad de Fabián Vena para sostener un diálogo denso e intenso de una manera contundente, el oficio inapelable de Gustavo Garzón, la etérea presencia de Boy Olmi, la tímida frescura de Nicolás Scarpino, el tempo de comedia de Roly Serrano, la sabiduría en Pepe Novoa son ingredientes fundamentales para crear el pacto teatral entre espectador- obra. Pacto que nos arranca de la rutina y nos sumerge en otra realidad.
Elementos intertextuales; cambios de ritmo que se mueven casi en un tempo de video clip, de desfile de modas; un vestuario rutilante; música acorde, todo montado sobre la humana necesidad de ocultar, tapar, vestir y desvestir, no decir convirtieron a la obra en un acto artístico construido desde un acto teatral.
Es una obra de incomprensiones, de tragarse el dolor, lavarse la cara y seguir adelante como lo hace el personaje que más me conmovió, Rita; tan hermosamente compuesto por María Leal. ¿Quién otra podría combinar dolor y risa, angustia y ternura? Rita y su paradoja: comprender sin ser comprendida; amar como debe sin ser amada como espera, renunciar. Contemplar su vida y su dolor fue ver la otra cara de la entrega, la que se vuelve nada.  Entender lo no dicho fue saber que alguna vez en la vida nos toca volvernos de ceniza, dejar que el río fluya y verlo correr sin refrescarnos en sus aguas. Ver a Rita fue disimular una exclamación de tristeza. ¡Ay, Rita, Ay...!