martes, 24 de junio de 2014

Cabezas y retornos

Hacía mucho tiempo que no escribía en este blog... No entiendo por qué. ¡Me gusta tanto escribir! Por eso hoy retomo sin analizar nada de nadie. Dejaré que mi voz narrativa tome el lugar. Entrego este cuento que escribí el año pasado luego de que un amigo me contara un suceso que para mí fue aterrador: un desconocido entró a su cuarto y lo miró dormir. Ese acontecimiento me impresionó tanto que tomó forma de cuento y aquí está: Hydra.
                                                             Hydra
 Autora: Ivanna López Ampuero
                                                                                                          Para Boris, que me prestó la cabeza

Me gustaba mirarlos dormir. Entraba sigiloso al cuarto y seleccionaba el lugar a partir del cual me convertiría en un espectador de primerísima mano. 
 El espectáculo se sucedía solo para mí. Alguna vez me hubiera gustado prorrumpir en un aplauso sostenido ante una frase completa dicha en sueños o una mueca que me encantaba develar – pero no desvelar-. ¿Sería una mueca de placer, de asco, de asombro? ¿Qué pasaría por el escenario de los sueños construidos en el subconsciente, en la cabeza del durmiente? ¿Qué colores vería?
Sin hacer ruido, conteniendo la respiración, con la mano cerca de la cintura por si era necesario recurrir a mi eudaimon protector, me gustaba inventarme la historia que se desplegaba detrás de los párpados cerrados. Me divertía mucho. A veces debía hacer esfuerzos casi sobrehumanos para dominar la carcajada ante lo que imaginaba estaba ocurriendo detrás del telón de las pestañas. Otras veces imitaba un aplauso y unía y alejaba las palmas hasta que casi se tocaban. Con qué placer creía que no iba a poder frenarlas a tiempo y el aplauso como el sonido de una bomba –o de un trueno o de una bolsa de plástico llena de aire que estalla- iba a reventar en la noche produciendo la catástrofe. Nunca ocurrió. Una pena. Hubiera sido excitante y definitivo. 
Llevaba un riguroso registro de todas las personas que había visitado –mentalmente, claro, tampoco soy idiota- y en las noches en que algún imprevisto: demasiada luz, el inevitable llanto de un bebé que se niega a continuar con su ritual de sueños, alarma inesperada; me impedía la completa dedicación a mi trabajo, me quedaba en mi cama, en mi cuarto, que tenía las ventanas tapiadas y una puerta de acceso pequeña con doble llave, cadena con candado y tranca de hierro, recordando cada una de mis visitas, cada cabeza dormida, cada río de baba abandonado en la almohada ensopada, cada ronquido. 
Esta vez, logré escabullirme a través de la ventana. Me resultó fácil porque nadie custodiaba la casa ni el barrio. Los guardianes, demasiado perezosos tal vez, estaban más dados al inestimable deporte de dormir en las posiciones más inverosímiles que se pueda concebir en una silla que en resguardar la paz nocturna de los contribuyentes. Deploraba mirar a esos durmientes porque no poseían la majestad de los que descansaban en una cama, en el silencio –o no- de un cuarto, respondiendo a la dignidad de las sábanas de colores. 
Es increíble lo que las sábanas y cobertores dicen de la gente: sus gustos, sus inconfesables costumbres, sus anhelos secretos. Observar a un hombre adulto, posiblemente juez o abogado prominente, dormir entre sábanas estampadas de osos me causaba desprecio y una rara satisfacción: había entrado en una esfera íntima y la había profanado. Luego, si lo veía en la televisión me reía histéricamente hasta que venía el vómito. 
El hombre dormía como un muerto. Seguramente estaba en su fase delta y, claramente, pasaría en los siguientes minutos a la fase REM. Me relajé. Yo era riguroso. No solo los veía dormir; estudiaba con fervor de asceta todo lo que giraba en torno del fascinante mundo de Morfeo. Las primeras canas brillaban en su sien. No podía ver más porque la cama estaba contra la pared y él dormía de cara a ella. Su cuerpo se hinchaba y desinflaba acompasadamente, imperceptiblemente. Solo un conocedor como yo podría notarlo.
 El cabello negro, corto pero alborotado se acomodaba en divertidas formas. Me dediqué un largo rato a analizar cómo se disponían en la cabeza. La piel de la media cara era tersa. Algunas arrugas minúsculas se adivinaban alrededor del uniojo cerrado que divisaba desde el lugar de privilegio en el que me encontraba
 La cuasiboca escondía una mueca indefinible que me recordaba débilmente a un semicírculo tronchado a la mitad. Sería porque desde mi posición no podía verla completamente o tal vez sería porque la otra mitad no existiera. Sonreí reprimiendo un hipido. Me causó gracia la ocurrencia. Sin embargo, una idea dolorosa comenzó a formarse en lo más profundo de mi cerebro… ¿Y si realmente le faltaba la otra mitad de la cabeza? 
 La almohada se veía tan mullida que parecía hubiera tragado la mitad invisible: una oreja, un ojo, una aleta de la nariz, media boca habían sido engullidos. ¿Y si en realidad no se la había tragado? ¿Si este durmiente fuera la mitad de un todo? ¿Una abominación de la naturaleza? ¿Un desperdicio de las voluntades de los hados? ¿Un capricho de Dios? 
 La idea me produjo una necesidad imperiosa de saber la verdad. Necesitaba verlo, intentar completar la parte de la figura que faltaba. 
Me acerqué casi hasta tocarlo con la punta de la nariz; nos separaban unos milímetros. Podía percibir su calor pero sin tocarlo. No pude verlo. Me desplacé hasta los pies de la cama, pero no podía ir más allá: la cama estaba embutida entre las paredes, el paso me era imposible. 
Volví a la cabecera con la necesidad física de voltearlo para verlo, quería sacudirlo, darlo vuelta violentamente para descubrir toda la monstruosidad de su media cabeza. 
 De repente, sin darme tiempo a nada, en un segundo que no pude prever se sentó y me miró con su uniojo durante una fracción de segundo. 
Mi mano fue más rápida, un brillo, un deslizar, la sangre comenzando a empapar las sábanas inmaculadamente blancas. 
Como siempre, si esto ocurría debía escapar. Como siempre, me volvió el aplomo. Volví a saltar por la ventana pero antes tomé todo lo que pudiera constituir el botín que el gordo del callejón sabría ubicar como si fuera un sacerdote terminando el ritual del sacrificio. 
 Desde abajo volví a mirar hacia la ventana. Me hubiera gustado estar en el momento del hallazgo pero, como siempre, ese era un corolario que no me estaba permitido. Una pena. No pude ver si tenía la otra mitad de la cabeza. Una pena. 
 Al menos, tenía algo nuevo para recordar, luego, con precisión de cirujano. Ese pensamiento me provocó una placentera sonrisa y me fui silbando calle abajo protegido por la luz dubitativa del amanecer.

martes, 29 de octubre de 2013

Arráncame las letras

Hace muchos años, más de diez, leí Arráncame la vida de Angeles Mastretta. No me gustó. Lo terminé por la tozudez de no dejar un libro por la mitad. Fue una experiencia incómoda: me fastidió el lenguaje, la historia mexicana se me cayó encima y me desbordó.

Por circunstancias de la vida, volví a leerlo hace unas semanas, bufando por tener que leer algo que sabía no me gustaba. Y me encantó. Fue una lectura-descubrimiento. Recordaba con plena claridad los hechos, efectivamente el lenguaje seguía tan duro como siempre, la historia de México continuaba allí  pero yo era otra. Yo, esta lectora no soy la lectora que fui hace diez años y entonces  el texto cobro otra dimensión y  connotó tantas cosas en mí que veo hacia atrás y no puedo comprender mi ceguera de entonces. Eso es lo maravilloso de la Literatura que toma forma, consistencia, significado en relación con el contexto del lector.

No hay lectores pasivos, no hay lectores que se nieguen a acercarse al fenómeno de las palabras develadas y los sentidos reconstruidos.

En Arráncame la vida, una narradora protagonista va describiendo lo que  vive, desde el momento en que la casan con un hombre más de quince años mayor hasta que enviuda. Sería una historia sencilla si ni fuera porque deja al descubierto todas las heridas femeninas, todos los miedos, la trascendencia de hechos insignificantes pero trascendentes para una mujer, las contradicciones, los sueños rotos, el resignarse a no sentir o a sentir:

Una tarde fui a ver a la gitana que vivía por el barrio de La Luz
y tenía fama de experta en amores. Había una fila de gente esperando
turno. Cuando por fin me tocó pasar, ella se sentó frente a mi y
me preguntó qué queda saber Le dije muy seria:
—Quiero sentir —se me quedó mirando, yo también la miré, era
una mujer gorda y suelta; por el escote de la blusa le salía la mitad
de unos pechos blancos, usaba pulseras de colores en los dos brazos
y unas arrancadas de oro que se columpiaban de sus oídos rozándole
las mejillas.
—Nadie viene aquí a eso —me dijo—. No sea que después tu
madre me quiera echar pleito.
—¿Usted tampoco siente? —pregunté.
Por toda respuesta empezó a desvestirse. En un segundo se desamarró
la falda, se quitó la blusa y quedó desnuda, porque no usaba
calzones ni fondos ni sostenes.
—Aquí tenemos una cosita —dijo metiéndose la mano entre las
piernas—. Con ésa se siente. Se llama el timbre y ha de tener otros
nombres. Cuando estés con alguien piensa que en ese lugar queda el
centro de tu cuerpo, que de ahí vienen las cosas buenas, piensa que
con eso piensas, oyes y miras; olvídate de que tienes cabeza y brazos,
ponte toda ahí. Vas a ver si no sientes.
Luego se vistió en otro segundo y me empujó a la puerta.

Su necesidad de sentir terminó con el aplastamiento de las ilusiones de un hombre que posee pero no  ama, que demanda pero no entrega, que exige pero no comprende.

El cambio, el paso de niña a mujer, el desarrollo de un mundo nuevo, el obligarse a cerrar la boca para no decir lo que se quiere gritar, el ir descubriendo el mundo exterior junto al mundo interior, aprendiendo sola,  en una suerte de viaje hacia lo profundo es lo que me cautivó esta vez.

Dicen los críticos que esta es literatura femenina… yo creo que es literatura profundamente humana aunque esté enunciada desde la perspectiva de una mujer, aunque el machismo, la violencia de género, la anulación del sexo femenino a través de su cosificación  o la vanalización de los sentimientos sea la brújula que nos guía en la clarificación de la trama.

Creo que es una novela de develamiento de lo humano, creo que es una lectura que merecía una segunda oportunidad, creo que las palabras, como siempre van encontrando ellas solas su lugar.

viernes, 25 de octubre de 2013

El poema hecho de dones

El pensamiento, algunas veces, es como una juego de cajas chinas: cada caja es una idea y a medida que se abre hay otra caja-idea adentro y otra y otra más. Me gusta el concepto de las caja-ideas porque tienen mucho de regalo y de misterio. Y así, las ideas se vuelven dones que nos ayudan a entender la vida que a veces no podemos abarcar.

Abrí una caja-idea hoy y pensé en el discurso literario. Como era un regalo me dediqué a observar este pensamiento para disfrutar de su belleza-complejidad. ¿Por qué necesitamos del discurso literario? Sencillo, porque la vida no basta. ¿Por qué necesitamos de la belleza en las palabras? Básico, porque el lenguaje cotidiano es insuficiente para poder abarcar todas las honduras del corazón. ¿Por qué creemos las historias que la Literatura nos regala? Porque la realidad duele y es incontrolable; daña y es impiadosa. ¿Por qué nos refugiamos en el arte en lugar de refugiarnos en la religión o en el deporte o en la contemplación de las vidas ajenas? Porque dentro del discurso literario hay espacio para eso y para el vivir.

Es que la vida duele y la Literatura duele aún más. La poesía rasguña el alma y se queda con trozos nuestros que se lleva como trofeos. Es ahí cuando tengo la sensación de que no leemos poesía: la poesía nos lee. Crece de nosotros, nace de nuestros girones de piel, se materializa desde nuestras lecturas. No. Definitivamente no leemos poesía.

Tal vez eso le pasaba a Lezama Lima. Tal vez era la poesía la que lo definía, lo que lo singularizaba y no era él el demiurgo que buscaba en un campo de palabras la que se distinguiera de las otras. Así, me imagino que maleó el discurso literario, el discurso poético para crear esto:

Esperar la ausencia

Estar en la noche
esperando una visita,
o no esperando nada
y ver cómo el sillón lentamente
va avanzando hasta alejarse de la lámpara.

Sentirse más adherido a la madera
mientras el movimiento del sillón
va inquietando los huesos escondidos,
como si quisiéramos que no fueran vistos
por aquellos que van a llegar.

Los cigarros van reemplazando
los ojos de los que no van a llegar.

Colocamos el pañuelo
sobre el cenicero para que no se vea
el fondo de su cristal,
los dientes de sus bordes,
los colores que imitan sus dedos
sacudiendo la ausencia y la presencia
en las entrañas que van a ser sopladas.

La visita o la nada
cubiertas por el pañuelo,
como el llegar de la lluvia
para oídos lejanos,
saltan del cenicero,
preparando la eternidad
de sus pisadas o se organizan
inclinándose sobre un montón de hojas
que chisporrotean sobre el jarrón
de la abuela,
huyendo del cenicero.

Todo se va, todo se aleja de su orden natural, todo escapa del puesto del lugar que le toca vivir en un mundo de ausencia: el sillón se escapa, el cenicero persigue todo lo que no es; quien debe llegar no llega,  quien se debe ir –la nada- no se va y al final todo vuelve a quedar en su sitio pero más solitario aún, más esquivo,  inasible como siempre.

La nada, la espera, la angustia fueron leídas por el poema que creció en Lezama Lima que se transformó en el instrumento que les dio forma, belleza, ficcionalidad. Luego, irrefutablemente, las convirtió en palabras que formaron un poema que nos regaló en una caja-idea.

jueves, 24 de octubre de 2013

Retorno a la palabra

He dejado de escribir por algún tiempo porque a veces las palabras deben acumularse todas para poder surgir en algo nuevo. ´

Y en eso estaba sin saberlo, llenándome de palabras para que estuvieran listas en las puntas de mis dedos para cuando las necesitara. Escribirlas es parirlas, es necesitarlas de alguna manera, verlas materializadas en signos gráficos, en evidencia tangible de que soy capaz de pensar, de entender el mundo que me rodea.

Quiero volver a escribir porque no soy la que era cuando empecé este blog. Soy otra. Cambiamos permanentemente, imperceptiblemente y de manera definitiva.

Debo haber escrito ya sobre Clarice Lispector, seguramente…. Debo haber escrito muchas veces sobre ella, sobre el mito, sobre la mujer, sobre la escritora.

Ahora he vuelto a leerla y otra vez la he descubierto: descubrí uno de sus personajes, el más chiquito, el más poquita cosa y el más complejo, quizá, el definitivo: Macabea. Siempre vuelvo a Macabea, siempre vuelvo a la Hora de la estrella.

Rodrigo, el narrador dice de ella:

(Ella me incomoda tanto que me quedé vacío. Estoy vacío de esta
muchacha. Y ella más me incomoda en cuanto menos me exige. Estoy con rabia. Una cólera de derrumbar vasos y platos y romper vidrios. ¿Cómo vengarme? O mejor, ¿cómo resarcirme? Ya sé: amando a mi perro que tiene más comida que la nordestina. ¿Por qué ella no reacciona? ¿No tiene un poco de nervios? No, ella es dulce y obediente.)

Un narrador que emite juicios de valor sobre el personaje que está descubriendo. Un narrador que juega a hacer de Dios y que juega a que no puede cambiar el destino definitivo del personaje, que nos hace creer que es impotente para quebrar destinos. Puede. Podría. No quiere.

El autor crea al narrador que cuenta la historia que introduce personajes que actúan ante nosotros, los fascinados lectores. La autora que inventa a un narrador hombre para que cuente la historia de una mujer que es parte suya, que es su doble pero que no se le parece en nada, que es su reflejo en una superficie opaca. De eso se trata, de trasvestir, cambiar, destruir el orden de las cosas.

Esa es la Literatura que nos propone Lispector: nada es lo que es y todo es mucho dolor. El dolor de crear y de no poder cambiar lo creado.

A veces nos pasa en la vida de la misma manera: somos autores de situaciones que nos causan dolor y que sin embargo no vamos a cambiar. Esa es Clarice la que entiende el material del que estamos hechos. Y esta soy yo… otra vez tratando de escribir.

lunes, 28 de enero de 2013

Imagínate tú rompiendo el silencio.

Y vuelvo del silencio y de la nada de la mano de un niño de la guerra, de un hombre-escribidor que vio a la muerte muchas veces a la cara. Vuelvo de la mano de José Hierro y me pongo a pensar solo un instante como una hoja a punto de desprenderse del árbol. Me imagino un instante lo que podría ser la vida, la otra, la que anhelo, la que está ahí esperándome aún:
Amanecer Imagínate tú... Imagínatelo tú por un momento. R. A. La estrella aún flotaba en las aguas. Río abajo, a la noche del mar, la llevó la corriente. Y de pronto la mágica música errante en la sombra se apagó, sin dolor, en el fresco silencio silvestre. Imagínate tú, piensa sólo un instante, piensa sólo un instante que el alma comienza a caerse. (Las hojas, el canto del agua que sólo tú escuchas: maravilloso silencio que pone en las tuyas su mano evidente.) Piensa sólo un instante que has roto los diques y flotas sin tiempo en la noche, que eres carne de sombra, recuerdo de sombra; que sombra tan sólo te envuelve. Piensa conmigo «¡tan bello era todo, tan nuestro era todo, tan vivo era todo, antes que todo se desvaneciese!» Imagínate tú que hace siglos que has muerto. No te preguntan las cosas, si pasas, quién eres. Procura un instante pensar que tus brazos no pesan. Son nada más que dos cañas, dos gotas de lluvia, dos humos calientes. (¡Tan bello era todo, tan nuestro era todo, tan vivo era todo!) Y cuando creas que todo ante ti perfecciona su muerte, abre los ojos: El trágico hachero saltaba los montes, llevaba una antorcha en la mano, incendiaba los bosques nacientes. El río volvía a mojar las orillas que dan a tu vida. El prodigio era tuyo y te hacías así vencedor de la muerte. De "Agenda" 1991
No quiero decir más, luego de tanto silencio. Vuelvo despacio, de a poco, llevo los diques rotos y la noche es mi mar en el que floto...Escribo poco porque estoy flotando en el viento, desprendida de un árbol... HAgo silencio entonces. Para poder hablar fuerte muy pronto.

domingo, 20 de mayo de 2012

La luz es una mujer y una hoja en el viento.

Marzo se me escurrió de entre los dedos, como el tiempo, como la arena, como el agua del río en la que no me bañaré dos veces. Pienso en marzo y pienso en la luz, en el otoño del sur que comienza, en las hojas que cambian de color y penden de los árboles como joyas olvidadas. La luz...

LA VISTA, EL TACTO

A Balthus

La luz sostiene —ingrávidos, reales—
el cerro blanco y las encinas negras,
el sendero que avanza,
el árbol que se queda;
la luz naciente busca su camino,
río titubeante que dibuja
sus dudas y las vuelve certidumbres,
río del alba sobre unos párpados cerrados;
la luz esculpe al viento en la cortina,
hace de cada hora un cuerpo vivo,
entra en el cuarto y se desliza,
descalza, sobre el filo del cuchillo;
la luz nace mujer en un espejo,
desnuda bajo diáfanos follajes
una mirada la encadena,
la desvanece un parpadeo;
la luz palpa los frutos y palpa lo invisible,
cántaro donde beben claridades los ojos,
llama cortada en flor y vela en vela
donde la mariposa de alas negras se quema:
la luz abre los pliegues de la sábana
y los repliegues de la pubescencia,
arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras
trepan los muros, yedra deseosa;
la luz no absuelve ni condena,
no es justa ni es injusta,
la luz con manos invisibles alza
los edificios de la simetría;
la luz se va por un pasaje de reflejos
y regresa a sí misma:
es una mano que se inventa,
un ojo que se mira en sus inventos.
La luz es tiempo que se piensa.

En este poema, Octavio Paz, describe con la exactitud de un hacedor de imágenes,  todos los estados de la luz.

Comienza con un juego de contrastes igual que  juega la luz  con las cosas la luz sostiene el cerro blanco y las encinas negras…  el sendero que avanza y el árbol que se queda… Luego, como pasa con el amanecer, la luz cobra vida, cuerpo, forma, existe, es: la luz naciente busca su camino, dibuja dudas, esculpe, entra, se desliza descalza y se vuelve mujer. Mujer con sus caprichos, con su suavidad, con su ternura. Mujer con sus contradicciones y su delicadeza. Mujer con su sensualidad: la luz abre los pliegues de la sábana, se vuelve lasciva y se vuelve pasión para subir hasta estar más allá de sí misma la luz no absuelve ni condena y finalmente, replegarse, volver a su esencia, tratar de entenderse, tornarse reflexiva.

La luz se vuelve tiempo y se vuelve abstracción, fue río y es interior, fue mujer y es idea, fue escultora y fue reflejo para terminar en pensamiento, en idea, en concepto. Nace del concepto y vuelve a él pero en su derrotero deja a su paso lo efímero y lo eterno, la vanidad con que se cree diosa y el ínfimo  instante en que se cree mujer. Ilumina, inunda, completa y se desnuda.

Cambiante, agazapada, viva, diáfana para Paz la luz es mujer, para mí es otoño en Buenos Aires.

martes, 21 de febrero de 2012

De pájaros y de jaulas.

 

Adoro Japón. Confieso. Lo adoro por lejano, por mítico, por diferente, porque está ligado a mis amigos de la infancia. Adoro Japón. Amé la película PERDIDOS EN TOKIO, amo a Murakami [aunque cada día está menos japonés], amo a Rashomón, a Volto Crank, al té y todas las cosas armables y desarmables, agradables y achicables que producen. Cuando llegó SEDA de Alessandro Baricco a mis manos, la amé y amé a Alessandro Baricco por extensión.

He leído y releído esa novela muchas veces. También leí sus críticas, no siempre positivas. No me importa. La Literatura es eso, provoca, duele, gusta, asquea, motiva, deprime….

De entre todos los signos de la novela, -que son muchos con infinitas interpretaciones-, me gustó el de los pájaros. Siempre han tenido el valor simbólico de libertad, de independencia, de paz, de mensajeros o de seres conectados con el futuro y la adivinación. En esta novela, Baricco, les otorga otra matiz simbólico, muy interesante. En el capítulo veintidós dice:

22.

EN LA MAÑANA del último día, Hervé Joncour salió de su casa y se puso a vagabundear por el pueblo. Encontraba hombres que se inclinaban a su paso y mujeres que, bajando la mirada, le sonreían. Entendió que había llegado a la morada de Hara Kei cuando vio una enorme jaula que custodiaba un número increíble de pájaros de todo tipo: un espectáculo. Hara Kei le había contado que los había hecho traer de todas partes del mundo. Había algunos más costosos que toda la seda que Lavilledieu podía producir en un año. Hervé Joncour se detuvo a mirar aquella magnifica locura. Recordó haber leído en un libro que los hombres orientales, para honrar la fidelidad de sus amantes, no acostumbraban regalarles joyas: sino pájaros refinados y bellísimos.

Hara Kei es un traficante japonés, poderoso, francoparlante. Su palabra es la ley. Joncour un comprador de huevos de gusanos de seda. El japonés, entre sus posesiones más exóticas, guarda a una mujer de rasgos no orientales. Hervé, de pasiones moderadas, la desea como no ha deseado nada nunca. Y entre ellos, una maravillosa jaula de pájaros hermosos. La analogía con la mujer es directa, absoluta, indiscutible. El dueño de los pájaros es el dueño de la mujer que está tan enjaulada como ellos. Los pájaros son el símbolo vivo de la fidelidad. Son una magnífica locura: la fidelidad encarnada en la falta de libertad, en el encadenamiento. Fidelidad entre barrotes, fidelidad que se admira; bella pero mutilada. FIdelidad a la fuerza.

Luego de esta introducción de fidelidad-pájaro-símbolo-poder-deseo, diez breves capítulos más adelante,dice :

32.

LO LLEVARON a una de las últimas casas del pueblo, a espaldas del bosque. Cinco servidores lo esperaban. Les entregó el equipaje y salió a la terraza. En el extremo opuesto del pueblo se vislumbraba el palacio de Hara Kei, apenas un poco más grande que las otras casas, pero circundado por enormes cedros que defendían su soledad. Hervé Joncour se quedó observándolo, como si no hubiera nada más de allí hasta el horizonte. Así vio,

por último,

de improviso,

el cielo sobre el palacio mancharse con el vuelo de cientos de pájaros, como expulsados fuera de la tierra, pájaros de todo tipo, estupefactos, huir por todas partes, enloquecidos, cantando y gritando, pirotécnica explosión de alas y nube de colores disparada en la luz, y de sonidos, asustados, música en fuga, volando en el cielo.

Hervé Joncour sonrió.

33.

EL PUEBLO comenzó a bullir como un hormiguero, enloquecido: todos corrían y gritaban, miraban hacia arriba y seguían aquellos pájaros fugados, por años orgullo de su Señor y ahora burla voladora en el cielo. Hervé Joncour salió de su casa bajó por él

pueblo, caminando con lentitud y mirando frente a él con una calma infinita. Nadie parecía verlo, y él no parecía ver nada. Era un hilo de oro que corría derecho en la trama de un tapete tejido por un loco. Superó el puente sobre el río, descendió hasta los grandes cedros, entró en su sombra y salió. Frente a él vio la enorme jaula, con las puertas abiertas de par en par, completamente vacía. Y delante de ella, a una mujer. Hervé Joncour no miró en torno, simplemente volvió a caminar, lento, y sólo se detuvo cuando llegó frente a ella.

Súbitamente, los pájaros emprendieron el vuelo, fue luego de que Hervé desobedeciera y volviera, contra toda lógica para verla otra vez. Fue cuando en su cabeza solo repetía la voz de la prostituta de lujo que leyó la nota que la mujer-felina-pájaro le diera: Vuelve o moriré. Y Hervé volvió y los pájaros volaron.

Lo que pasó o no con la mujer ya no interesa en este punto. Interesa la fuerza dramática del fragmento, interesa la gradación de palabras que utiliza para mostrar la afrenta: pirotécnica explosión de alas – nube de colores – música en fuga – pájaros fugados – burla voladora  y agrego: triunfo de la libertad. Aquí, los pájaros vuelven a adquirir su sentido cotidiano, el de la libertad, el del cielo infinito, el despegar. En contraposición con la locura de los pájaros que libres no saben dónde ir, Joncour camina lento, calmadamente, arriesgándolo todo. No piensa. Camina.

La jaula se abrió, al fin, pero quedó vacía. Podría ser un anticipo de lo que sigue luego. Solemos pagar precios así para obtener lo que deseamos. A veces decidir implica pérdida. A veces la libertad, se paga con soledad. Será el lado de la moneda que se quiera mirar. Por ahora, cierro los ojos y veo una vez más, por último y de improviso, mancharse el cielo con el vuelo de miles de maravillosos pájaros gloriosamente infieles y gloriosamente libres.