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domingo, 24 de octubre de 2010

En incomunicarme, mundo ¿Qué interesas?

Los deseos son regalos que nos da la vida para llenarnos de esperanza. Siento un deseo intenso de que las palabras broten una tras otra de mí y que cumplan con su cometido y con mi necesidad: crear un puente con el mundo, crear un lazo hecho de grafemas, de significados. Vivimos en un mundo tan individualista, tan desesperadamente egocéntrico que el contacto con otros es, definitivamente una ilusión.

¿Seré utópica? ¿Será tan complejo poder llegar a otros y dejar que otros lleguen a mí? Lógicamente, mi  deseo de comunicación está orientado al enriquecimiento mutuo a través de la belleza; porque, lamentablemente, escuchar banalidades es tortura de todos los días, escuchar verdades es un sueño poco probable, escuchar bellezas es  imposible.

Este deseo mío de comunicarme, esta reflexión sobre la necesidad de establecer un nexo con otros  me convierte en una rara avis. A veces siento que una pequeña minoría pretende  entenderse y pienso en una multitud de poetas (no porque yo lo sea; sí porque ellos supieron traducir lo que yo siento) que se sintieron fuera de lugar, de situación, de momento:

En perseguirme, mundo, ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas,
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi entendimiento
que no mi entendimiento en las riquezas.

Y no estimo hermosura que vencida
es despojo civil de las edades
ni riqueza me agrada fementida,

teniendo por mejor en mis verdades
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.

Aquí la voz de una incomprendida Sor Juana, una atormentada Sor Juana que se debatía entre el ser y el deber, entre Dios y las letras, entre el amor y el castigo eterno grita desde el silencio de su celda su deseo de que las cosas sean de otra manera. De que alguien pudiera entenderla, pudiera establecer un contacto comunicativo que fuera más allá de lo que era, una monja; y la viera en su total desnudez y en su completa verdad: una mujer poeta.

“En perseguirme, mundo ¿Qué interesas?”  Qué maravilla de queja contra el orden establecido, contra la sociedad de la época, contra la falta de sensibilidad de la clase dominante: “¿En qué te ofendo cuando sólo intento poner bellezas en mi entendimiento?”.

¿En qué ofendemos al mundo cuando buscamos intercambiar belleza? me pregunto. En todo. La belleza está escondida, la vulgaridad reina, la ignorancia domina. La sutileza está aislada en un rincón, el refinamiento está encerrado en el sótano, la cortesía muere de desesperación. De esa forma, es más fácil vender, engañar, dominar, pisotear, imponerse.

Actualmente, la tecnología es la felicidad, la inmediatez de la información  nos consume en una multiplicidad de datos que no podemos procesar y en el que el tiempo para pensar no existe y la forma del mensaje se reduce prácticamente a un único modelo. Aún así, existimos  seres que seguimos buscando la belleza. La necesitamos porque ¿cómo podemos soportar la vida sin ella?

No soy apocalíptica. Creo en la educación, creo en el hombre, creo en que al arte no lo pueden matar, que la belleza siempre encuentra el resquicio que necesita para llegar a la superficie. Creo en nuevas generaciones de pensadores, en la sangre joven que tiene mucho para dar. Creo en que mi lamento desesperado será oído por otros que quieren lo mismo que yo: comunicarse en un nivel en que la belleza sea el puente. Pero, para eso necesitamos de la palabra. Creo en Blas de Otero llorando ante su tierra vasca, desangrada y partida por Franco, obligada a callar su idioma natural cuando decía:

EN EL PRINCIPIO

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Nos queda la palabra a los creemos que es ella la  hacedora de  milagros, la hermanadora universal, la liberadora. Nos queda la palabra a los que aún pensamos que los deseos son los regalos que la vida les otorga a los que, como Sor Juana pretendemos poner bellezas en nuestro entendimiento. Nos queda la palabra y la ilusión de creer que los deseos que nos regala la vida aún pueden cumplirse aunque no se nos vea en nuestra completa desnudez y ya no vengan envueltos en estrellas fugaces (¿O sí?)