martes, 29 de octubre de 2013

Arráncame las letras

Hace muchos años, más de diez, leí Arráncame la vida de Angeles Mastretta. No me gustó. Lo terminé por la tozudez de no dejar un libro por la mitad. Fue una experiencia incómoda: me fastidió el lenguaje, la historia mexicana se me cayó encima y me desbordó.

Por circunstancias de la vida, volví a leerlo hace unas semanas, bufando por tener que leer algo que sabía no me gustaba. Y me encantó. Fue una lectura-descubrimiento. Recordaba con plena claridad los hechos, efectivamente el lenguaje seguía tan duro como siempre, la historia de México continuaba allí  pero yo era otra. Yo, esta lectora no soy la lectora que fui hace diez años y entonces  el texto cobro otra dimensión y  connotó tantas cosas en mí que veo hacia atrás y no puedo comprender mi ceguera de entonces. Eso es lo maravilloso de la Literatura que toma forma, consistencia, significado en relación con el contexto del lector.

No hay lectores pasivos, no hay lectores que se nieguen a acercarse al fenómeno de las palabras develadas y los sentidos reconstruidos.

En Arráncame la vida, una narradora protagonista va describiendo lo que  vive, desde el momento en que la casan con un hombre más de quince años mayor hasta que enviuda. Sería una historia sencilla si ni fuera porque deja al descubierto todas las heridas femeninas, todos los miedos, la trascendencia de hechos insignificantes pero trascendentes para una mujer, las contradicciones, los sueños rotos, el resignarse a no sentir o a sentir:

Una tarde fui a ver a la gitana que vivía por el barrio de La Luz
y tenía fama de experta en amores. Había una fila de gente esperando
turno. Cuando por fin me tocó pasar, ella se sentó frente a mi y
me preguntó qué queda saber Le dije muy seria:
—Quiero sentir —se me quedó mirando, yo también la miré, era
una mujer gorda y suelta; por el escote de la blusa le salía la mitad
de unos pechos blancos, usaba pulseras de colores en los dos brazos
y unas arrancadas de oro que se columpiaban de sus oídos rozándole
las mejillas.
—Nadie viene aquí a eso —me dijo—. No sea que después tu
madre me quiera echar pleito.
—¿Usted tampoco siente? —pregunté.
Por toda respuesta empezó a desvestirse. En un segundo se desamarró
la falda, se quitó la blusa y quedó desnuda, porque no usaba
calzones ni fondos ni sostenes.
—Aquí tenemos una cosita —dijo metiéndose la mano entre las
piernas—. Con ésa se siente. Se llama el timbre y ha de tener otros
nombres. Cuando estés con alguien piensa que en ese lugar queda el
centro de tu cuerpo, que de ahí vienen las cosas buenas, piensa que
con eso piensas, oyes y miras; olvídate de que tienes cabeza y brazos,
ponte toda ahí. Vas a ver si no sientes.
Luego se vistió en otro segundo y me empujó a la puerta.

Su necesidad de sentir terminó con el aplastamiento de las ilusiones de un hombre que posee pero no  ama, que demanda pero no entrega, que exige pero no comprende.

El cambio, el paso de niña a mujer, el desarrollo de un mundo nuevo, el obligarse a cerrar la boca para no decir lo que se quiere gritar, el ir descubriendo el mundo exterior junto al mundo interior, aprendiendo sola,  en una suerte de viaje hacia lo profundo es lo que me cautivó esta vez.

Dicen los críticos que esta es literatura femenina… yo creo que es literatura profundamente humana aunque esté enunciada desde la perspectiva de una mujer, aunque el machismo, la violencia de género, la anulación del sexo femenino a través de su cosificación  o la vanalización de los sentimientos sea la brújula que nos guía en la clarificación de la trama.

Creo que es una novela de develamiento de lo humano, creo que es una lectura que merecía una segunda oportunidad, creo que las palabras, como siempre van encontrando ellas solas su lugar.

viernes, 25 de octubre de 2013

El poema hecho de dones

El pensamiento, algunas veces, es como una juego de cajas chinas: cada caja es una idea y a medida que se abre hay otra caja-idea adentro y otra y otra más. Me gusta el concepto de las caja-ideas porque tienen mucho de regalo y de misterio. Y así, las ideas se vuelven dones que nos ayudan a entender la vida que a veces no podemos abarcar.

Abrí una caja-idea hoy y pensé en el discurso literario. Como era un regalo me dediqué a observar este pensamiento para disfrutar de su belleza-complejidad. ¿Por qué necesitamos del discurso literario? Sencillo, porque la vida no basta. ¿Por qué necesitamos de la belleza en las palabras? Básico, porque el lenguaje cotidiano es insuficiente para poder abarcar todas las honduras del corazón. ¿Por qué creemos las historias que la Literatura nos regala? Porque la realidad duele y es incontrolable; daña y es impiadosa. ¿Por qué nos refugiamos en el arte en lugar de refugiarnos en la religión o en el deporte o en la contemplación de las vidas ajenas? Porque dentro del discurso literario hay espacio para eso y para el vivir.

Es que la vida duele y la Literatura duele aún más. La poesía rasguña el alma y se queda con trozos nuestros que se lleva como trofeos. Es ahí cuando tengo la sensación de que no leemos poesía: la poesía nos lee. Crece de nosotros, nace de nuestros girones de piel, se materializa desde nuestras lecturas. No. Definitivamente no leemos poesía.

Tal vez eso le pasaba a Lezama Lima. Tal vez era la poesía la que lo definía, lo que lo singularizaba y no era él el demiurgo que buscaba en un campo de palabras la que se distinguiera de las otras. Así, me imagino que maleó el discurso literario, el discurso poético para crear esto:

Esperar la ausencia

Estar en la noche
esperando una visita,
o no esperando nada
y ver cómo el sillón lentamente
va avanzando hasta alejarse de la lámpara.

Sentirse más adherido a la madera
mientras el movimiento del sillón
va inquietando los huesos escondidos,
como si quisiéramos que no fueran vistos
por aquellos que van a llegar.

Los cigarros van reemplazando
los ojos de los que no van a llegar.

Colocamos el pañuelo
sobre el cenicero para que no se vea
el fondo de su cristal,
los dientes de sus bordes,
los colores que imitan sus dedos
sacudiendo la ausencia y la presencia
en las entrañas que van a ser sopladas.

La visita o la nada
cubiertas por el pañuelo,
como el llegar de la lluvia
para oídos lejanos,
saltan del cenicero,
preparando la eternidad
de sus pisadas o se organizan
inclinándose sobre un montón de hojas
que chisporrotean sobre el jarrón
de la abuela,
huyendo del cenicero.

Todo se va, todo se aleja de su orden natural, todo escapa del puesto del lugar que le toca vivir en un mundo de ausencia: el sillón se escapa, el cenicero persigue todo lo que no es; quien debe llegar no llega,  quien se debe ir –la nada- no se va y al final todo vuelve a quedar en su sitio pero más solitario aún, más esquivo,  inasible como siempre.

La nada, la espera, la angustia fueron leídas por el poema que creció en Lezama Lima que se transformó en el instrumento que les dio forma, belleza, ficcionalidad. Luego, irrefutablemente, las convirtió en palabras que formaron un poema que nos regaló en una caja-idea.

jueves, 24 de octubre de 2013

Retorno a la palabra

He dejado de escribir por algún tiempo porque a veces las palabras deben acumularse todas para poder surgir en algo nuevo. ´

Y en eso estaba sin saberlo, llenándome de palabras para que estuvieran listas en las puntas de mis dedos para cuando las necesitara. Escribirlas es parirlas, es necesitarlas de alguna manera, verlas materializadas en signos gráficos, en evidencia tangible de que soy capaz de pensar, de entender el mundo que me rodea.

Quiero volver a escribir porque no soy la que era cuando empecé este blog. Soy otra. Cambiamos permanentemente, imperceptiblemente y de manera definitiva.

Debo haber escrito ya sobre Clarice Lispector, seguramente…. Debo haber escrito muchas veces sobre ella, sobre el mito, sobre la mujer, sobre la escritora.

Ahora he vuelto a leerla y otra vez la he descubierto: descubrí uno de sus personajes, el más chiquito, el más poquita cosa y el más complejo, quizá, el definitivo: Macabea. Siempre vuelvo a Macabea, siempre vuelvo a la Hora de la estrella.

Rodrigo, el narrador dice de ella:

(Ella me incomoda tanto que me quedé vacío. Estoy vacío de esta
muchacha. Y ella más me incomoda en cuanto menos me exige. Estoy con rabia. Una cólera de derrumbar vasos y platos y romper vidrios. ¿Cómo vengarme? O mejor, ¿cómo resarcirme? Ya sé: amando a mi perro que tiene más comida que la nordestina. ¿Por qué ella no reacciona? ¿No tiene un poco de nervios? No, ella es dulce y obediente.)

Un narrador que emite juicios de valor sobre el personaje que está descubriendo. Un narrador que juega a hacer de Dios y que juega a que no puede cambiar el destino definitivo del personaje, que nos hace creer que es impotente para quebrar destinos. Puede. Podría. No quiere.

El autor crea al narrador que cuenta la historia que introduce personajes que actúan ante nosotros, los fascinados lectores. La autora que inventa a un narrador hombre para que cuente la historia de una mujer que es parte suya, que es su doble pero que no se le parece en nada, que es su reflejo en una superficie opaca. De eso se trata, de trasvestir, cambiar, destruir el orden de las cosas.

Esa es la Literatura que nos propone Lispector: nada es lo que es y todo es mucho dolor. El dolor de crear y de no poder cambiar lo creado.

A veces nos pasa en la vida de la misma manera: somos autores de situaciones que nos causan dolor y que sin embargo no vamos a cambiar. Esa es Clarice la que entiende el material del que estamos hechos. Y esta soy yo… otra vez tratando de escribir.