viernes, 30 de diciembre de 2011

Final de músicas, final de árboles.

El mundo que me rodea grita con luces y estridencias que se acaba el año. Imagino que el bullicio, la fiesta incesante deben profundizar la depresión de los naturalmente depresivos. Más allá de risas o de lágrimas, el hecho, la evidencia, la realidad demuestra que diciembre agoniza y con él, el año.

Todo tiene sabor a final. Sin embargo, considero que la vida está hecha de innumerables finales prácticamente diarios; pienso incluso, que está construida de infinitas muertes, de impredecibles  ocasos.   Nuestra actitud ante lo que se acaba es lo que nos define: sentarnos a llorar con la cabeza entre las rodillas; ver lo que se acaba con indiferencia pasmosa, como si le ocurriera a otro; vivir el final conscientemente y entenderlo en su maravillosa naturaleza o negar… Será lo que queramos que sea.

Como siempre, la poesía me guía para poder  entender lo que siento y a veces no puedo abarcar. Me guía en interpretar lo que no puedo materializar de otra manera. Las palabras son las que se se vuelven reflexión sin perder su belleza. Un escritor mexicano, Jaime Torres Bodet, es el que seleccioné para pensar en los finales:

FINAL

Vuelvo de andar, a solas, por la orilla de un río.
Estoy lleno de músicas, como un árbol al viento.
He dejado correr mi pensamiento
viendo, en el agua, el paso de una nube de estío...
Traigo tejido al alma el olor de una rosa.
En lo blando del césped, puse, al andar, mi huella...
He vivido, ¡he vivido!... Y voy, como la estrella
a perderte en el mar de un alba silenciosa.

 

La idea inicial es una paradoja interesante: un poema que se titula FINAL pero que introduce como primer elemento el de un comienzo o recomienzo: vuelvo a andar.... Somos seres construidos de contradicciones y el yo lírico lo refuerza en esta primera imagen del enunciador paseando solo por la orilla del río. Solo, pero no solitario, está lleno de músicas, está feliz como un árbol al viento, está pleno, completo, acompañado del sonido vibrante de la vida. Este inicio, este paseo, esta soledad son el amanecer de una nueva época. Observa todo lo que lo rodea: el agua, una nube y deja que su pensamiento corra sin detenerse en nada, libre. Pienso en que puede ser la libertad de los procesos terminados, la paz de los cierres bien hechos.

Súbitamente, acompañado del aroma de la belleza representado en la rosa, reafirma su existencia. Ve su huella y la reconoce como propia, es un acto revelador en que toda su humanidad, su pasado, su razón se ven representados: tengo huella, por lo tanto soy, existo y he vivido. La alegría lo embarga, es un ente que entiende que ser lo que es depende necesariamente de los caminos transitados, de los laberintos resueltos. Y en ese instante, con su conocimiento adquirido y su alegría reconquistada se siente con la fuerza necesaria para cerrar el último eslabón que queda suelto. Ahora, partiendo de su interior y volviendo a él es capaz de decir: voy a perderte en el mar de un alba silenciosa. Este y no otro es el momento del final. Este en que está dispuesto a hacer el último sacrificio, el que lo ayudará a recomenzar.

A veces los sacrificios son necesarios para volver a andar y no tienen por qué ser dramáticos o tristes. Son finales, son lo que son. Nuestra actitud es la que les da el valor que nos alegre o nos suma en la más profunda de las tristezas. Los finales son necesarios, saludables. Me corresponde elegir, decidir cómo quiero terminar mi año… Entonces, yo elijo el final de mi año como escribe Torres Bodet: lleno de músicas, como un árbol al viento.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

De sonidos y estrellas.

Leo siempre, no todo lo que quisiera pero sí lo que me subyuga. Hoy, sin embargo me dediqué a disfrutar de otra de mis pasiones –confesables-, la música. No puedo hablar de ella con tanta libertad como lo hago de la Literatura pero si las lecturas que me habitan fuesen melodías, serían esta belleza que estoy escuchando…

La voz del cielo.

Es sobrecogedora la voz de este contratenor francés, Philippe Jaroussky . Escucharlo es sentir la delicadeza del agua corriendo entre las piedras de un arroyo en una mañana de sol, es descender hasta el último rincón del corazón en el que se esconde, agazapado un recuerdo de la infancia, es sentir la vida partiendo la tierra, surgiendo en brotes de renovación.

Podría ser, sin embargo, una voz portadora de tristeza, compuesta de espinas obsesionadas con clavarse en los lugares más sensibles del dolor. Podría ser eso y también la inmensidad, la infinitud, el universo que se abre ingrávido y azul, plagado de estrellas.

Podría adentrarme en explicaciones sobre el origen de esta obra, significados, símbolos y sentidos pero no quiero. Prefiero continuar en mi ascenso,  acariciando estrellas.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Modus scribendi

Me pregunto por qué escribo o por qué deseo escribir más que cualquier cosa en el mundo. No lo sé… Tal vez porque todas las lecturas que  he acumulado a lo largo de los años se han unificado con  mis  latidos,  se han henchido con mi respiración, se han humedecido con mi sudor y mis deseos y ahora que están tan empapadas de mí, quieren resurgir  vivas otra vez pero desde mis pensamientos. No sé por qué quiero escribir con tanta vehemencia… Mi sangre está llena de letras, mis manos están deseosas de estructurar frases con un sentido que aún desconozco: Lorca, Bronte, Borges, Cortázar, Cervantes, Quiroga, Poe, Wilde, Ocampo, Storni, Pizarnik, Vallejos, Paz, Sabines, el Cid, Valery, Verlaine, Puig y miles de escritores más, se revuelcan adentro de mí, me susurran párrafos, me movilizan a la escritura en una especie de esquizofrenia literaria. La voz de Clarice Lispector es la que predomina, será porque me gusta su mirada desolada del mundo. Ella dice:

Y nací para escribir. La palabra es mi dominio sobre el mundo. Yo
tuve desde la infancia varias vocaciones que me llamaban ardientemente.
Una de las vocaciones era escribir. Y no sé por qué, fue ésta la que seguí.
Tal vez porque para las otras vocaciones necesitaría un largo aprendizaje,
mientras para escribir el aprendizaje es la propia vida viviendo en nosotros
y alrededor de nosotros. Es que no sé estudiar. Y, para escribir, el único
estudio es el escribir mismo. Me adiestré desde los siete años de edad para
tener un día la lengua en mi poder. Y, sin embargo, cada vez que voy a
escribir, es como si fuera la primera vez. Cada libro mío es un estreno
penoso y feliz. Esta capacidad de renovarme toda a medida que el tiempo pasa es lo que yo llamo vivir y escribir.

No sé si mi vocación por las palabras surgió tan pronto en mi vida como en la de Clarice Lispector o todo lo que he leído pugna por salir como la presión de los volcanes, pero concuerdo en que uno empieza a escribir en el  escribir mismo, en la práctica constante, en la necesidad de decir cosas o la necedad de decir cosas. Definitivamente,  no tengo la lengua en mi poder, definitivamente me falta mucho para poder llenar de belleza mis textos, de transmitir la injusticia o la brutalidad o la ternura como lo hace Lispector, siempre escribir va a ser una pobre primera vez, pero en algún momento debo empezar… Si vivir es escribir, apenas estoy aprendiendo a vivir, ¿Cómo haré para aprender a escribir?

martes, 4 de octubre de 2011

Capitana de destino.

La existencia  es una sucesión de esperas. Esperamos  crecer, esperamos encontrar el amor, el disparo de nieve, diría Silvio, que nos muestre la revelación final, guardiana del supremo secreto: qué hacer con esto que se llama vida y que nos tocó en suerte, qué hacer con las horas muertas que se van irremediablemente.

He conocido a pocos capitanes de destino y todos ellos tan perdidos como yo. Y también he conocido a perdidos auténticos que estaban infinitamente mejor ubicados en tiempo y espacio que yo. He conocido tanto, en realidad. He caminado tanto… y siempre llena de incertidumbres, sin embargo avanzando siempre, hacia algún lugar en el horizonte.

Mil veces he querido retener a las horas entre mis manos, para que no se fueran, para perpetuar lo perpetuable, lo inmenso, lo no efímero. Miles de veces quise eternizar  las horas que creía seguras, en las que yo cobraba corporeidad  y las incertidumbres se transformaban en piedras de un collar que podía sacarme según me pluguiera. Alargar el tiempo, ponerle nombre a las horas conocidas para poder llamarlas a mi lado cuando el recuerdo me ardiera y necesitara consuelo, para cuando me sintiera tan tonta y tan triste como hoy, por ejemplo. Ser dueña de las horas, eso quise. Claro que no sólo yo deseé conocer el rostro del tiempo. Olga Orozco también, claro, pero con el filo agudo de su palabra que lastima como un puñal afiladísimo, con la sólida estructura de sus poemas, con la tenue tristeza que empapa sus imágenes.

Para este día
Reconozco esta hora.
Es esa que solía llegar enmascarada entre los pliegues de otras horas;
la que de pronto comenzaba a surgir como un oscuro arcángel detrás de la neblina
haciendo retroceder mis bosques encantados,
mis rituales de amor, mi fiesta en la indolencia,
con sólo trazar un signo en el silencio,
con sólo cortar el aire con su mano.
Esa, la de mirada como un vuelo de cuervo y pasos fantasmales,
que venía de lejos con su manto de viaje y las mejillas escarchadas,
y se iba bajando la cabeza, de nuevo hasta tan lejos
que yo buscaba en vano la huella del carruaje en el pasado.
Hora desencarnada,
color de amnesia como dibujada en el vacío del azogue,
igual que una traslúcida figura enviada desde un retablo del olvido.
¿Y era su propio heraldo,
el fondo que se asoma hasta la superficie de la copa,
la anunciación de dar a luz las sombras?
No supe descifrar su profecía,
ese susurro de aguas estancadas que destilan a veces los crepúsculos,
ni logré comprender el torbellino de plumas grises con que me aspiraba
desde un claro de ayer hasta un vago anfiteatro iluminado por lluvias y por lunas,
allá, entre los ventisqueros del irreconocible porvenir;
aquí, donde ahora se instala, maciza como el demonio del advenimiento,
en su sitial de honor en medio de la asamblea de otras horas, pálidas, transparentes,
y me dice que mis bosques son luces extinguidas y aves embalsamadas,
que mi amor era erróneo, como un espejo que se contempla en otro espejo,
que mi fiesta es un cielo replegado en el sudario de mis muertos.
Y se queda esta vez, sin bajar la cabeza.

Olga Orozco es una capitana de destino, la más insigne, la más clara, la más atrozmente lúcida. Ella sabía... como yo, que he visto, también,  a esa hora a la cara y también me ha dicho que mis bosques eran luces extinguidas.. Peor aún, me dijo que yo misma las había apagado. También embalsamó mis recuerdos, me retrucó lo erróneo de mi amor y me plantó un espejo a la cara, para mirarme, para mirarla. Nos reconocimos, nos observamos fijamente y, como siempre, fui yo la primera en bajar la cabeza.

domingo, 4 de septiembre de 2011

De extrañamientos.

TE extraño al límite de lo imposible

al límite de lo inenarrable

al límite en que los objetos pierden sus formas

y las estrella, su brillo.

Te extraño imposiblemente, inútilmente

con la imposibilidad absurda de los barcos que están lejos

con la necesidad preñada de pesadillas.

Te extraño hasta que el extrañar deja de tener sentido

y se vuleve un sonido hueco, vacío, yermo.

Te extraño como te extrañaré siempre: lejano, ajeno, mío, distante, perdido.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Sonidos.

Suenan las noches y las cosas
suenan como gotas de agua clara
en un desierto de piedra.


Suenan las noches y las cosas
y suena mi alma
grave, augusta, vuelta noche también.

Suenan las noches y las cosas
y yo sueño con ellas.

domingo, 28 de agosto de 2011

Murakami y los tatuajes en el alma.

Acabo de terminar de leer a Murakami. Afterdark. Cuánta desolación y cuánta belleza… Me llevó al Japón nocturno, podrido, lleno de basura: desechos humanos y humanos desechables. Basura, oscuridad, mal olor, tristeza, soledad… Como siempre, esos personajes inverosímiles pero más reales que la gente que me rodea, más reales que yo que estoy empezando a creer que no existo sino como una idea o como estas frases que escribo.

Prostitutas chinas, mujeres que huyen de la mafia, una ex-luchadora de lucha libre que trabaja como gorila en un albergue transitorio, un músico desgarbado que piensa que la realidad es un pulpo negro que nos traga, un empleado perverso, una mujer que duerme desde hace dos meses y una jovencita que intenta entender su vida, su mundo, el mundo, la vida y la realidad que la rodea a partir de un cambio de escenario, de una búsqueda de lo interior desde lo exterior. Leer a Murakami, así, de una sentada fue como recibir un golpe: todos estamos solos y sólo podemos sobrevivir. La vida es una eterna carrera por la supervivencia, por alejarnos de la soledad, por intentar conectarnos con otros. Eso me contó Murakami y yo le creí. Le creí porque me dijo:

¿Sabes? Nuestra vida no se divide entre la luz y la oscuridad. No es tan simple. En medio hay una franja de sombras. Distinguir y comprender esos matices es signo de una inteligencia sana. Y conseguir una inteligencia sana requiere, a su modo, tiempo y esfuerzo.

Yo sé de tiempos y de esfuerzos y también sé del viaje entre la luz y la oscuridad buscando, siempre buscando algo que me anclara en alguno de los dos lugares. No sé si lo he encontrado, no sé si tengo ganas de seguir buscando… Tal vez yo misma soy un personaje de Murakami y alguien me lee y se pregunta si seguiré transitando un camino de desencuentros, como todos estos seres que entraron por mi retina a mi cabeza y de allí a mi corazón. ¿Me olvidaré de la luchadora con el cuerpo roto y el alma intacta que sigue creyendo en la justicia, aunque no se refiera a la justicia tradicional? ¿Me olvidaré del juego de oposiciones que hacen Mari y Eri Asai: la bella y la fea, la inteligente y la tonta, la que vive en la luz y la que vive en su sombra? ¿Me olvidaré de los cuervos del amanecer jugando una carrera contra la descomposición? No podría. Esas cosas tiene Murakami, una vez que se te mete en el alma es como un exótico tatuaje japonés que uno lleva pintado del lado de adentro del cuerpo, sobre el alma, donde lo inmaterial se vuelve realidad y la realidad se vuelve nada.

sábado, 13 de agosto de 2011

Manuel Bandeira y la vida

Manuel Bandeira, nativo de Recife, escritor traspasado por la melancolía,  tal vez por saborear la saudade brasileña desde su origen, tal vez por su profesión de enfermo crónico, tal vez porque descubrió temprano que vivimos en un mundo de desencuentros, de soledades. Seguramente entendió que buscando la luz se encuentra la muerte. Me gusta Bandeira. Me gusta mucho. Compartimos, quizá esa profunda idea de que la vida no es más que un transitar hacia la nada. Es probable que entienda como yo, que sólo tiene valor lo que hacemos por otros aunque los otros piensen que sólo necesitan del agua y del sol para estar vivos.

Quizá nos una la claridad ante la existencia, la que nos dice que simplemente hay que vivir, observar la vida y dejar que todo discurra como el agua entre las piedras de un arroyo. Por supuesto qué él lo dice infinitamente mejor que yo:

Madrigal melancólico

Lo que yo adoro en ti
No es tu belleza.
La belleza es en nosotros donde existe.
La belleza es un concepto.
Y la belleza es triste.
No es triste en sí,
Sino porque hay en ella de fragilidad e incertidumbre.

Lo que yo adoro en ti.
No es tu inteligencia.
No es tu espíritu sutil,
Tan ágil y tan luminoso.
-Ave libre en el cielo matutino de la montaña.
No es tu ciencia
Del corazón de los hombres y las cosas.

Lo que yo adoro en ti
No es tu gracia musical,
Sucesiva y renovada a cada momento,
Gracia aérea como tu propio pensamiento,
Gracia que perturba y que satisface.

Lo que yo adoro en ti
No es la madre que ya perdí.
No es la hermana que ya perdí.
Y mi padre.

Lo que yo adoro en tu naturaleza
No es el profundo instinto maternal
En tu flanco abierto como una herida.
Ni tu pureza. Ni tu impureza.
Lo que yo adoro en ti -¡Lastímame y consuélame!
Lo que adoro en ti es la vida.

Extraña forma de enumerar todo lo que adora en la mujer amada, lo niega para reafirmarlo. Como la naturaleza humana… negamos lo que más queremos, combatimos lo que más deseamos, admiramos lo que defenestramos. Ese es un principio de la existencia: vivir de opuestos, crecer de opuestos, fabricarnos a partir de los opuestos. Y Bandeira lo hace bien, muy bien… Lo que yo adoro en ti no es la belleza que es un concepto y existe en nosotros y es frágil e incierta. La belleza es inquietante, perturbadora y triste, triste, triste por cuanto no es una, porque es infinita, porque tiene matices y cuanto más me acerco a ella, más se dispersa en haces de diversos colores y formas. Como él, creo que al final la tristeza de lo inasible me domina, pero es una tristeza dulce, como un dolor buscado y apreciado. Nuevo y antiguo a la vez. Pero en definitiva, el yo lírico del poema adora en ella que sea bella con su belleza triste e imposible de aprehender.

Sigue en su negación de lo que ama y que por lo tanto funge como un refuerzo al decir que no ama en ella ni  su inteligencia ni su espíritu sutil. Cómo me gusta eso… La sutileza del espíritu es algo que no percibo desde hace tiempo y si lo hago, es un rapto fugaz, un segundo que se me niega. La sutileza del espíritu es una capacidad que poseen pocos y que los vuelve aves libres en el cielo matutino de la montaña. El yo ama eso, ama esa libertad de ánimo, la niega y la ama y la desea como yo.

Luego, ama todos los aspectos que la hacen esencialmente humana, su calidad de mujer, de madre, de familiar, de principio creador, de todo lo que valora porque no tiene y que niega para recordarse a sí mismo que existe. Negando en ella, quitando en ella lo que es, la vuelve absoluta, total, completa y recupera todo lo que perdió. 

Me causa ternura que la ame como es, me causa ternura que acepte que es pura y que es impura, que es lo que es con sus glorias y con sus miserias, que en definitiva es. Me gusta Bandeira, con su renunciamiento final cuando entra en el universo del poema su afirmación total, poderosa, fuerte, explícita: Lo que adoro en ti es la vida. La vida que él teme, la vida que no se atreve a vivir, que se le escapa, que no entiende, que no acierta a poner en ningún lugar. Pobre Bandeira, pobre de mí, vivos los dos y ciegos. Vivos los dos en una vida que nos lastima y que nos consuela.

miércoles, 20 de julio de 2011

Si el sentido se fuera a la tierra de nadie.

Pienso. Reposo. Vivo. Soy parte de un mundo fantástico hecho de luz, sol, música y de palabras. Todas las palabras del idioma,  del infinito viven dentro de mí. Me lleno de palabras [como diría Neruda] las disfruto, las repito, viven en mi circunferencia [Como diría Emily Dickinson] Palabras…Todas ellas forman mi pensamiento, son mi pensamiento, son lo que soy.

Esa infinita sucesión, eterna sucesión de sonidos con sentido y con forma, son mi esencia: crean la magia que habito, crean el mundo de belleza en el que me gusta quedarme adormecida, acariciada tibiamente por las redondeces de las letras y detenida, ingrávida, por los signos de puntuación. Palabras… Me gustan  las de furia, con sus sonidos vibrantes, con su tono lacerante, con su forma compacta de pararse ante la vida. Me gustan las que emocionan, las que se meten en mi corazón y lo habitan por días y días volviéndolo su escudo y su cuna. Me gustan las tristes, las que se leen entre lágrimas, con el sabor salobre de la derrota en los labios y el paladar. Me gustan todas porque en ellas me reconozco. Y el miedo, entonces, me aborda… ¿Y si se acabaran? ¿Si dejaran de darme de beber de su cántaro fresco? ¿Si perdieran el camino del sentido y se fueran, extraviadas, por un bosque mudo, por una autopista de silencios y de asfalto? ¿Qué sería de mí? Esa desesperada visión del mundo me trajo, entonces, a César Vallejo, con su dolorosa pobreza, con su atroz soledad, con su verbo afilado como cuchillos que abren las cicatrices del alma. Vallejo y su voz andina, vencida de fracasos,  escribió:

Y SI DESPUÉS DE TÁNTAS PALABRAS...

¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!

¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da...!

¡Y si después de tanta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces... ¡Claro!... Entonces... ¡ni palabra!

¿Por qué no sobreviviría la palabra? Porque la asesinamos día a día en un discurrir de vulgaridad y de ausencia. La palabra se muere de falta de metáfora, de falta de un poco de amor que la mantenga viva. Haber nacido para vivir nuestra muerte… Es que tal vez el sentido completo de la vida se alcance cuando cruzamos hacia donde las palabras ya no pueden seguirnos y se quedan aquí desvalidas, despojadas del corazón que recubrían, como cascaritas arrojadas a los pies de gigantes de barro… ¿Y si decidieran emigrar a otro universo en donde se las cuidara y se las mimara y se las reconociera? ¿Qué nos quedaría entonces? Quedaría una existencia huérfana, una realidad desvaída porque no tendríamos sinónimos para inundarla de color, para embellecerla y salvarla de la brutalidad cotidiana. Y, definitivamente, tendría en uno de mis ojos mucha pena y también en el otro, mucha pena y en mis dos ojos, cuando miraran, mucha pena y entonces, bueno, entonces silencio… y pena. 

jueves, 23 de junio de 2011

Sigo siendo la mitad de una frase.

Terminé de leer un libro hermoso. Tan hermoso como la luz dorada de una puesta de sol, tan hermoso como el aire limpio luego de un chaparrón vespertino, tan hermoso como la negra inmensidad de la noche.

Se llama UNA NOCHE SIN LUNA, de DAI SIJIE, escritor chino que escribe en francés. Durante los pocos días que me acompañó este libro a todos lados, fui volviendo a la belleza de los idiomas, de las palabras, de los significados. Fui metiéndome en un intrincado laberinto de poesía que me deslumbraba en cada página. El argumento es muy simple: la búsqueda de la mitad de un sutra budista extraviado,  escrito en tumchuq, una lengua muerta de un reino desaparecido y el triste destino de un padre y un hijo que buscan esa mitad perdida durante toda su vida compartiendo el mismo final.

Simple.

Tan simple que el desenlace  me dejó sin aliento  y una indescriptible oleada de belleza  me traspasó inundándome de luz. Llevándome a mil reflexiones diferentes, desencadenando en mí un juego de asociaciones delicadas como las mariposas cuyas alas están adornadas por una forma de pico de pájaro llamada tumchuq.

Y Así leí: Lo que viví en esa época me hizo mucho bien. ¿No existe en una vida más que un solo y único amor? ¡Todos nuestros amantes, del primero al último, incluido el más efímero, forman parte de ese amor único y cada uno no es más que un aspecto, una variante, una versión particular de él? Del mismo modo que en la literatura no hay más que una sola obra maestra, a la que los diferentes escritores […] dan una forma particular.

¿Es esto la vida? ¿Una homogénea interconexión de hechos y lugares? ¿Todos somos segmentos de un mismo tapiz, único, bordado ya por el destino? ¿Soy la misma siempre o soy diversas versiones de mi misma? o lo que es más complejo: ¿soy la misma siempre o soy diferentes versiones de mujeres que tienen un mismo destino?… ¿Qué soy entonces, quién soy? ¿Hasta dónde decido mi vida?  Así seguí pensando y experimentando una gama sutil de emociones que coexistieron en mí durante muchas horas. Quizá todos seamos la mitad de un sutra que forma parte de un todo inmenso, monumental, eterno que no podemos abarcar y que nos dejará siempre con esta parte incompleta de nosotros mismos esperando que alguien la finalice, la cure, la complete, la singularice y le devuelva su significado completo.

Aquí sigo mientras tanto con la mitad de las frases que me tocó en suerte. Quizá  la otra mitad que complete mi sentido aún está perdida o ni siquiera es consciente de que solo existirá a mi lado. Mientras tanto, me sigo sintiendo como ese barquito que según la novela: avanza, se pierde y sigue avanzando en un inmenso océano y yo agrego, que se denomina vida.

viernes, 17 de junio de 2011

La misma lluvia.

Hoy caminé bajo la lluvia. Fue como si el tiempo estuviera discurriendo en dos dimensiones: abajo de mi paraguas, mis auriculares, mi música -Lisandro Aristimuño- y mis pensamientos. Y en la otra dimensión, el mundo, la gente a la que no podía escuchar, que caminaba en otra dirección, en cámara lenta. La lluvia nos igualaba a todos con su capa de mercurio y yo trataba de ver en las caras alguna señal que me dijera: estás en casa.
Por supuesto que no estoy en casa, estoy a miles y miles de kilómetros de las sudestadas invernales que enloquecen las aguas del Río de la Plata, estoy a kilómetros y kilómetros de los charcos escondidos en el césped de una plaza de campo y que cuando se sienten, es demasiado tarde, el agua ya entró a los zapatos, a las medias y sube por la tela de los pantalones.
Qué lejos estoy de mi lluvia conocida, la que de desborda en pasión de truenos y relámpagos como en un orgasmo infinito de luces y de ruidos. Esa lluvia. Mi lluvia. Por eso tomo de mi memoria a Juan Gelman y lo pongo entre mis palabras, porque esta lluvia que él mira mientras piensa en su vecino y en la mujer de su vecino y en el amor que es una cosa pero escribirlo otra; esta lluvia de Gelman es también mi lluvia:

Lluvia

hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están lavando el mundo
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor/
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra/
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la
mujer/
entra a la casa por la ventana y no por la puerta/
por una puerta se entra a muchos sitios/
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo/ pero no al mundo/
ni a una mujer/ni al alma/
es decir/a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así/
como hoy/que llueve mucho/
y me cuesta escribir la palabra amor/
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa/
y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran/
y cuándo/y cómo/
pero el alma qué puede explicar/
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca/
palabras que naufragan/
palabras que no saben que hay sol porque nacen y
mueren la misma noche en que amó/
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca
escribirá/
como el silencio que hay entre dos rosas/
o como yo/que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia/
a la lluvia/
a mi corazón desterrado/

¿Qué agregaré a esta humedad que de pronto me empapó el alma? ¿Qué diré de las gotas que caen del poema directamente a mi corazón? ¿Qué diré de este chaparrón de sentimientos? si yo también tengo tormentas en la boca y el corazón desterrado...

jueves, 9 de junio de 2011

Flores y espinas.

Acomodando mi escritorio para salvarme del desorden que traga las ideas, encontré El Principito. Fantástico hallazgo en una tarde en que me sentía con demasiado corazón expuesto. Lo abrí en cualquier lado y leí la descripción que el pequeño príncipe hace de la rosa que tiene en su planeta:

Si alguien ama a una flor de la que ni existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, es bastante para que sea feliz cuando mira  a las estrellas. Puede decir: “Mi  flor está allí, en alguna parte…” ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si todas las estrellas se apagaran! (…) Aprendí bien pronto a conocer mejor a esta flor. Siempre había habido en el planeta del principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y no molestaban a nadie. Aparecían entre la hierba una mañana y por la noche se extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde. Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir el sol se mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
-¡Ah, perdóname… apenas acabo de despertarme… estoy toda despeinada…!

El principito no pudo contener su admiración:
-¡Qué hermosa eres!
-¿Verdad? -respondió dulcemente la flor-. He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito adivinó exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
-Me parece que ya es hora de desayunar - añadió la flor -; si tuvieras la bondad de pensar un poco en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro espinas, dijo al principito:
-¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
-No hay tigres en mi planeta -observó el principito- y, además, los tigres no comen hierba.
-Yo no soy una hierba -respondió dulcemente la flor.
-Perdóname...
-No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta -pensó el principito-. Esta flor es demasiado complicada…"

-Por la noche me cubrirás con un globo… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto; allá de donde yo vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del principito.
-¿Y el biombo?
-Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.

De esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle caso -me confesó un día el principito- nunca hay que hacer caso a las flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor perfumaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso… Aquella historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme".

Y me contó todavía:
"¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".

No leí más. ¿Para qué? La simbología de ese fragmento me pareció tan evidente que me quede absorta en él largo tiempo. ¿Cómo no me di cuenta que hablaba sobre el proceso del enamoramiento? ¿Cómo no me di cuenta de que la flor representaba la esencia femenina por excelencia? ¿Cómo no descubrí antes que fue un amor doloroso y condenado a morir? Yo era demasiado joven para amarla, dice… yo también fui demasiado joven para amar y para ser amada, yo también temí salir despeinada y mi envanecí con mis cuatro espinas… yo también.

A pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella… el narrador omnisciente entiende lo que le pasa al principito, tal vez, por piedad no se lo dice, como mil veces no queremos decirnos a nosotros mismos que ya todo está terminado, sobre todo cuando nos tomamos en serio palabras sin importancia.

Vemos la imposibilidad del amor, la imposibilidad del entendimiento, el orgullo que ciega, la necedad que nos obliga a mantenernos en una postura que no queremos. La flor era una mujer con todas sus contradicciones, el principito demasiado joven y demasiado hombre como para entenderla. No pudo ser. Ella jugó con él, él no supo entender el juego; ella buscaba atención, él necesitaba ternura; ella esperaba elogios, el quería complacerla. Él quería poseerla, ella no deseaba ser poseída…

Al final se separaron, se aceptaron, se entendieron pero ya era demasiado tarde. Como siempre. En definitiva, ni los príncipes se salvan de las angustias del amor.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Oh, Silencio, Silencio [al decir de Alfonsina]

Prefiero el silencio ante los gritos persistentes de la realidad atronadora

Prefiero el silencio a escuchar las quejas de los que perdieron a luz y la decencia hace rato

Prefiero el silencio ante tanta palabra maldita, ante tanta mala fe, ante tanta suciedad de espíritu.

Prefiero el silencio a mi propia voz oscurecida por la derrota.

Prefiero el silencio, sí, pero también tus besos.

sábado, 30 de abril de 2011

Tener o no tener.

¿Qué cosas poseemos en la vida? ¿Un objeto? ¿Una lágrima? ¿Un recuerdo? Vivimos en tiempos en que es necesario, imperioso, importante, fundamental poseer bienes que consuelen todo tipo de carencias y de soledades.

Tener o no tener. Poseer o no poseer. Ser dueño o no. Esas son las cuestiones. Mientras pensaba en lo que tengo y lo que no, apareció Benedetti en mi pensamiento:

Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza
porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro
porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.

 

Soy una experta en pérdidas, eso lo he escrito muchas palabras y algunas lágrimas menos, más abajo; así que sé muy bien lo que es no tener. Tal vez el no tener me hizo libre. La libertad de no poseer ni ser poseída. Libertad pagada con tristeza, acuñada con angustias, construida con desplantes. Pobre de esta libertad mía.

Para hacer justicia al poema, no sólo aparece la idea de la pérdida, sino de la dualidad del amor, de la inseguridad del enamoramiento, de no saber si se tiene al otro o no. Pérdida, dualidades, ambigüedades… Podría inclinarme a pensar que esta es la esencia de la vida pero no me voy  a ocupar de eso ahora porque tengo frío y la noche pasa y te tengo y no…

viernes, 8 de abril de 2011

El día que Wilde descubrió a Wilde.

“De sobra sabías lo que para mí significaba mi arte: el medio glorioso por el cual yo me había manifestado, primero a mí mismo y después al mundo. La gran pasión de mi vida, el amor junto al cual todas las otras manifestaciones del amor eran como agua cenagosa junto al vino escarlata o como un gusano de luz en el pantano junto al mágico reflejo de la luna”. Me hubiera encantado ser la autora de este párrafo, bueno… sí y no, me hubiera encantado tener esa maestría para escribir pero definitivamente no las circunstancias y el dolor que llevó a Oscar Wilde a escribirlo. Estuve releyendo De Profundis, la carta que le escribe Wilde a Bossie desde la prisión para liberar su alma de tanta angustia. No leí de corrido, fui saltando a los subrayados que dejé en mi primera lectura hace ya varios años. Fui desgajándome en angustia línea a línea mientras seguía el razonamiento atroz de un hombre que lo había perdido todo: su hogar, sus hijos, su fortuna, su libertad, su dignidad, su arte pero, que sin embargo dice: He de conservar hoy el amor en mi corazón; ¿cómo podré si no soportar el día?

Atrás había quedado la gloria de ser el centro de las fiestas, el ingenio, los juegos de palabras, las caminatas por Londres vestido a  la última moda, los comentarios hirientes, los manjares exquisitos traídos especialmente para él desde distintos lugares de Europa, el brillo social, el reconocimiento como escritor y dramaturgo. Todo había terminado, se había ido. Un golpe del destino y un amor cegador lo llevó a la ruina.

Ese es el Wilde que más me gusta, no por vencido pero sí por humano.  Buscó toda su vida la veta del artista, como los buscadores de oro buscan con desesperación la veta que los sacará de la miseria para siempre y, creo, que la encontró cuando pudo experimentar, desde mi perspectiva, la angustia en lo más profundo de su ser, como una herida abierta, supurante  de pus, dolor y arte.

Era un artista pero creo que no entendió su propio arte  hasta  que no fue el gusano en el pantano o el agua cenagosa junto al rojo vino color rubí. Yo creo que ahí cobró magnitud el artista y sin escribir una sola obra más, resignificó toda su obra anterior. El príncipe feliz no es el mismo antes de su prisión que después aunque no le haya modificado una sola letra, un solo punto, una sola palabra. Lo que creo [y que me perdone Foucault] es que ese autor torturado que aceptó su derrota y su humillación desplegó su grandeza de artista al volverse un personaje autocreado que esperaba la libertad. Recién en ese momento pudo comprender el dolor que sentía el príncipe al ver a otros sufrir, recién cuando él experimentó el dolor en su propia carne  pudo entender el dolor de ficción que había creado, como un demiurgo, años atrás. Entendió. Recién ahí terminó de comprender el dolor de Basil, de Sybil, de Jim Vane. Recién ahí ese dolor que imaginó se volvió realidad, adquirió cuerpo, le enterró las garras en la piel.

Toda su obra cambió cuando Wilde descubrió a Wilde, cuando Wilde comprendió a Wilde, cuando  la realidad lo puso de rodillas y sólo el amor que conservaba lo salvó de la locura. Salvataje efímero porque el alcohol, algún tiempo después, luego de que los dioses satisficieran su sed de dolor, le tuvo piedad y terminó con su sufrimiento.

Fue por eso, creo, que escribió: “Los dioses son caprichosos. No sólo nos imponen el castigo de nuestros vicios sino que nos pierden, utilizando lo que en nosotros hay de bueno, noble, tierno y humano.”  y no, Wilde, contra los dioses, no se puede…

domingo, 3 de abril de 2011

Del dolor al dolor.

El dolor puede describirse de infinitas maneras. Es uno de los temas humanos, recurrentes en la literatura y esta, en definitiva, no es más que el reflejo de la vida. El dolor… Tantas manifestaciones tiene como cambios de luz posee el día.  Desde el rasgarse las vestiduras y echarse ceniza en la cabeza, llorar a gritos, a mares, contar mil veces la misma historia hasta cerrar los labios a la palabra, los ojos a las lágrimas, la mente a los recuerdos, pues se manifiesta como quiere porque la multiplicidad es su naturaleza.

El dolor… ha sido descrito como un inmenso agujero negro que crece sin detenerse en el alma del sufriente, como una carga invisible pero ubicada en el centro del pecho o en los hombros y que llega a esbozar una sonrisa cuando estamos de rodillas, soportándolo.

Podemos llevar mucho dolor encima, podemos acumularlo hasta volverlo parte de nosotros. Incluso nos encariñamos con él y nos es muy difícil  dejarlo ir, abandonarlo a su suerte…

¿Cómo serían nuestras vidas si pudiéramos no causarle dolor a nadie; si pudiéramos evitarle a otro el tener que odiarnos? Cómo me gustaría tener el don de quitar el dolor.

Duele el partir, duele el quedarse, duele el quitarle a otro lo más preciado, duele tener que llevarse lo compartido, duele el empezar de nuevo, duele el cambio, duele la pérdida, duele la ausencia, duele el futuro, duele el pasado…

Todo dolor tiene una causa evidente o escondida; la misma que nos hace apretar los dientes y no replicar a los insultos. No hay dolor sin origen como no hay alegría sin lágrimas, amor sin caricias, respeto sin valores, cordura sin realidad, renuncia sin desasosiego. Todo dolor crece desde una semilla que brota en cualquier momento como un milagro a la inversa.

Sin justificaciones, sin mirar atrás espero que este sea el último dolor que yo les cause aunque no sean lo últimos versos que yo les escriba. Hoy me  duelen las palabras y la escritura de la misma manera que los puñales y las lágrimas.

viernes, 28 de enero de 2011

¿Dónde está la luna?

Anoche, dentro de las horas de mi insomnio, estaba pensando sobre qué iba a escribir. Empecé varios textos que descarté, al final, incluso abandoné a Lorca y los Sonetos del amor oscuro para que se deshicieran en la papelera de reciclaje y me dormí.

Hoy seguía sintiendo la necesidad de escribir. La imperiosa necesidad de escribir y de pronto, me escuché tarareando una canción de María Elena Walsh. Una canción para niños que mi hijita de 3 años canta todo el tiempo… “yo lo escucho: Juan Poquito canta mucho” en ritmo de baguala. Un ritmo conocido para mí, para los niños argentinos pero Enna Lucía es ecuatoriana y pequeña, pequeña como una motita de algodón. Sin embargo, solita, descubrió la magia que María Elena Walsh despierta en la niñez.

Me recuerdo cantando, camino a casa del jardín a la edad de 3 o 4 años:

Osías el Osito en mameluco
paseaba por la calle Chacabuco
mirando las vidrieras de reojo
sin alcancía pero con antojo.
Por fin se decidió y en un bazar
todo esto y mucho más quiso comprar.
Quiero tiempo pero tiempo no apurado,
tiempo de jugar que es el mejor.
Por favor, me lo da suelto y no enjaulado
adentro de un despertador.
Quiero un río con catorce pececitos
y un jardín sin guardia y sin ladrón.
También quiero para cuando esté solito
un poco de conversación.
Quiero cuentos, historietas y novelas
pero no las que andan a botón.
Yo las quiero de la mano de una abuela
que me las lea en camisón.
Quiero todo lo que guardan los espejos
y una flor adentro de un raviol
y también una galera con conejos
y una pelota que haga gol.

Me imaginaba a ese oso que pedía imposibles  vestido de color naranja en un bazar infinito (al estilo de Borges), porque quería “todo lo que guardan los espejos”-

. Fue ahí y no antes ni después, cuando empecé a sentir este amor infinito por la palabra, por las letras, por los libros. Fue ahí cuando comencé a buscar la luna, lo que ella representa para los poetas, para los lectores. Aún no la encuentro, aún no la entiendo. Sólo la miro. La luna y las letras son lo mismo.

Cuando pasó el tiempo y fui tía,  cantaba con mis sobrinas las mismas canciones, que las sedujeron por igual. Éramos expertas en “pez de platino fino, finoooooo; ven a dormir en mi gorro marinooooo”, en “adivinador, adivina, adivina, adivinadooooor”. Canciones que cantábamos a todo pulmón a todo momento. Ya estábamos metidas de lleno en una realidad diferente, en la que jugábamos, imaginábamos cangrejos feos, tortugas paseanderas, monos que querían adiestrar a las naranjas, vacas que estudiaban en Humahuaca… Era nuestro mundo construido de palabras, en el que nos sentíamos cómodas admirando a  la mona Jacinta y cuidando que no se nos cayera la nariz dentro de una taza. Para eso es la literatura, nada más; para disfrutar de otra realidad, para jugar, para conocer otros mundos, para gozar de las metáforas y de la belleza, para establecer puentes, para gozar de las palabras.

Pienso en esto, mientras en mis oídos suena el eco de a voz de mi pequeña que canta:

Duermo en el aljibe con mi
camisón apolillado don dolon dolon
duermo en el aljibe con mi camisón
no son las polillas
son 10000 estrellas que se asoman
don dolon dolon
por entre los pliegues de mi camisón
cuando sale el sol
tengo que meterme en el aljibe
don dolon dolon
duermo en el aljibe con mi camisón
cuando yo aparezco
todos duermen y la araña teje
don dolon dolon
salgo del aljibe con mi camisón
a ver si adivinan
a ver si adivinan
quién es esta don dolon dolon

que esta en el aljibe con su camisón.

Y es ahí, cuando con mi Pedacito de Cielo y rulos, hablamos de aljibes y de lunas y de estrellas. Es entonces cuando siento que María Elena Walsh hizo mucho más que escribir poesía para niños, cuentos y teatro. Es entonces cuando descubro que su gran obra fue la de unir generaciones, la de introducirnos en el mundo de las letras, de los juegos de palabras, de la belleza, de las historias. Nos abrió la puerta para ir a leer/jugar.

María Elena Walsh falleció hace muy poquitos días, menos de 15 y pienso en ella como la guardiana de mi niñez y espero, como la compañera de la niñez de mi hija  que ya comenzó con su propia búsqueda de la luna.

domingo, 23 de enero de 2011

Macedonio y la muerte.

Macedonio… qué nombre para un escritor, poeta, abogado, linyera, filósofo, croto, crítico de la sociedad, un abandónico compulsivo de papeles y de obra, un iconoclasta literario (si se me permite el concepto).

Macedonio… leí por ahí que alguien lo definía muy académicamente diciendo que tenía un nombre poco común para un apellido común por demás: Macedonio Fernández. Estos días estuve leyéndolo y releyéndolo y tratando de entenderlo, claro, porque entenderlo no es fácil. A veces parece que la comprensión de sus ideas llega, que está ahí, al borde de las manos pero es mentira, Macedonio  no se deja atrapar, se escapa, se ME escapa y tengo que esforzarme en volver a él una y otra vez.

Vanguardista a ultranza, poco aplicado para escribir, cultor de la oralidad, homeless  por convicción. Respetado y admirado por Jorge Luis Borges, hacía filosofía y literatura o literatusofía… Inclinado a inventar palabras, inclinado a cambiarlas, buscador de la emoción por sobre la técnica. Macedonio… el que creía que el humor y la emoción salvaban a la Literatura… Macedonio, sin más.

Leí algunos textos de él esta semana y algunos poemas. De entre todos me quedé largo rato reflexionando en uno:

HAY UN MORIR

No me lleves a sombras de la muerte
Adonde se hará sombra mi vida,
Donde sólo se vive el haber sido.
No quiero el vivir del recuerdo.
Dame otros días como éstos de la vida.
Oh no tan pronto hagas
De mí un ausente
Y el ausente de mí.
¡Que no te lleves mi Hoy!
Quisiera estarme todavía en mí.

Hay un morir si de unos ojos
Se voltea la mirada de amor
Y queda sólo el mirar del vivir.
Es el mirar de sombras de la Muerte.
No es Muerte la libadora de mejillas,
Esto es Muerte. Olvido en ojos mirantes.

Qué extraña manera de definir la muerte. La muerte no es ese espacio definitivo y total que nos lleva al dejar de ser. La muerte para él, morir es ser olvidado, ignorado, no- visto, entrar en las sombras.

Comienza con un pedido No me lleves a sombras de la muerte Adonde se hará sombra mi vida, Donde sólo se vive el haber sido. En estos primeros versos, aparece un yo lírico sufriente y un claro tú, la amada o la desenamorada, pero en todo caso, es la causante de la agonía en la que se halla sumergido. Ese pedido tiene una justificación inmediata No quiero el vivir del recuerdo. Es una justificación teñida de dolor, el sufriente queda expuesto, casi como un niño caprichoso… no quiero el vivir del recuerdo. Le parece (y me parece) espantosa la idea tan solo de pensarlo: estar sin ella y con su presencia como un recuerdo persistente, lo que lo convertirá en un ser más solitario aún después de ella, más vulnerable, más pequeño; porque la tuvo y conoció el amor y la vida, la luz y la felicidad. Sin que ella lo mire, se transformará en sombra y adquirirá sus características: oscuridad, una figura de la realidad (muy Platón), una forma, una mancha, sin contornos definidos, que puede ser pisado, que se modifica y que desaparece con la luz directa.

Esa justificación dolorosa va ganando en intensidad y se vuelve súplica: Dame otros días como éstos de la vida. Oh no tan pronto hagas De mí un ausente Y el ausente de mí. Súplica pura… no hagas de mí un ausente, no tan pronto, no todavía, no aún…. Suplica. Déjame vivir porque vivir significa estar en tu presencia. Déjame ser completo porque ser es estar ante tus ojos. Ser, estar, existir eso es lo que suplica. Es extraño porque es una súplica moderada, con tintes filosóficos que terminan en un ¡Que no te lleves mi Hoy! Quisiera estarme todavía en mí. Interesante, porque dentro del dolor, de la angustia se detiene a reflexionar. El tempo del poema se detiene. Lo vemos al yo lírico detenido tal vez sentado pensando, quieto, deseando. Quisiera estarme todavía en mí, retrasar el tiempo de volverse nada, porque sabe que eso ocurrirá. Sabe que cuando ella deje de mirarlo, -no el proceso físico de mirar, claro está- sino el mirar desde el corazón, desde la singularización del ser amado, desde el momento en que dos seres se encuentran para verse sin necesidad de los ojos pero con la necesidad de los cuerpos y las manos. Cuando ese mirar no exista más, él tampoco.

Casi al final aparece la tesis y una definición:  Hay un morir si de unos ojos Se voltea la mirada de amor Y queda sólo el mirar del vivir. Es el mirar de sombras de la Muerte.
Si el mirar del amor desaparece, ese de las manos y los cuerpos y en su lugar la amada deja de singularizarlo, de destacarlo, de volverlo uno y único para transformarlo en uno más. Si lo ve, mecánicamente, como todos los demás lo ven; lo convierte en hombre, lo convierte en nada, lo asesina. Des-singularizarlo es entregarlo a las sombras de la muerte. Y entonces, ya casi resignado, moribundo termina exclamando para apoyar su tesis No es Muerte la libadora de mejillas, Esto es Muerte. Olvido en ojos mirantes. Los ojos siguen mirando, no dejan de mirar, continúan con su labor pero ya lo ven sin el filtro que lo volvía quien era: un ser amado. Ahora, sin sus ojos enamorados no es más que una oscura sombra de la muerte o de la vida sin ella que es igual que morir.

Macedonio… nacido en 1874, vanguardista sin ganas, revolucionario de las letras sin vocación, caudillo sin deseo de seguidores, filósofo de café, maestro de la realidad, incomprendido y olvidado. Macedonio el de la belleza y la emoción, el del nombre que sugiere flores y colores y poesías. Al que no entiendo del todo, el que me atrae, el que me sobrepasa, el que me emociona. Macedonio… qué nombre tan poético para un mundo en el que cada vez hay menos poesía.

jueves, 20 de enero de 2011

Vuelvo en el instante de la eternidad.

Volver a la escritura desde el silencio, desde la ciclotimia de la palabra escrita, desde la ausencia de mí. Volver…

Siempre se vuelve. La vida es un eterno retorno, la literatura es un eterno retorno a tópicos que se toman una y otra vez, a libros que se vuelven a leer bajo la luz de otras circunstancias. Volvemos siempre porque en realidad no nos vamos nunca.

Es parte de la esencia humana no permitirse la partida definitiva, los adioses totales. Permanecemos en la memoria de los otros, permanecemos en un texto escrito en alguna libreta olvidada, en un recuerdo fraccionado o reconstruido. Somos eternos. Mientras alguien nos recuerde somos eternos, mientras llevemos a alguien en el corazón somos eternos, mientras conozcamos el sentido del amor y de la muerte somos eternos.

Borges dice:

Entre el alba y la noche hay un abismo
de agonías, de luces, de cuidados;
el rostro que se mira en los gastados

espejos de la noche no es el mismo.
El hoy fugaz es tenue y es eterno;
otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.”

Y yo aseguro que entre el alba y la noche hay una eternidad que dura un día. Una eternidad que nos permite la desolación o la gloria, que nos escupe en la cara o nos da una palmada en la espalda. Somos eternos en la fugacidad, en la profundidad del instante. Mi eternidad dura lo que el recuerdo de mí, lo que el momento, el segundo en que me descubro como humana y como diosa o como insignificante.

También creo que la eternidad de los segundos nos modifica, como dice Borges, el rostro que se mira en los gastados espejos de la noche no es el mismo. No soy la misma ni aún desde que empecé a escribir esto. Soy otra, que se metamorfoseó infinitamente desde que enunció: Volver desde el silencio… Soy otra que flotó por un momento en la inmensidad del pensamiento, en la profundidad de la abstracción y volvió más cansada y más triste a aceptar que su eternidad es una eternidad privada, llena de contradicciones.

Sigue Don Jorge Luis y dice. el hoy fugaz es tenue y es eterno y siento una profunda conmoción porque él me entiende. Dos adjetivos unidos por la conjunción aditiva dan como resultado la igualdad de los términos tenue y eterno para que ninguno de los dos pierda importancia.  Nuestra eternidad está hecha de la suma de eternidades, imperceptibles, tenues. Sólo nos queda el momento, el hoy: el de la copa de vino compartida; el del silencio de la noche que trae insomnio y a veces, paz; el de una sonrisa; el de una palabra susurrada o sugerida con los ojos.

Y para cerrar firmemente su sentencia, tal vez cruel: otro Cielo no esperes; ni otro Infierno. Otra vez la conjunción negativa esta vez, que reafirma los dos términos equivalentes: cielo e infierno. La nada. La eternidad no es una época de limbo interminable, de permanencia en un estado que no cambia. No hay nada después de todo eso. Nada. La eternidad no es más que esto que somos, que este momento en que escribo y me lees. La eternidad nos hace dioses porque somos dueños, hacedores de instantes, reyes de momentos, gobernantes de la fugacidad.